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En los quince años que llevo viviendo en China el país ha experimentado cambios radicales. Hemos pasado del taxi sin taxímetro a la bicicleta geolocalizada de la economía circular, de tardar siete horas para recorrer 300 kilómetros a tardar apenas una, o del fax ... al pago con reconocimiento facial (sin pasar por el email). Vivir en China es vivir readaptándote a su realidad en permanente transformación: nuevas normas, nuevos sistemas, nuevos valores, nuevas expectativas. Vivir en China, hoy en día, es habitar un mundo líquido, contradictorio, volátil, exigente, incierto, dinámico, muy competitivo y muy intenso. Son muchos adjetivos seguidos, lo sé, pero describen bien la locura que significa haber vivido los últimos tres lustros aquí. Heráclito imaginó este país donde apenas queda lugar para la nostalgia. Aquí, nada perdura demasiado, todo muta sin pausa y lo último desplaza permanentemente a lo recién menos nuevo. Me temo que el siglo XXI se ha contagiado de este ritmo. Quiero recordar aquí uno de tantos cambios, tal vez el más insignificante y banal: el que prohibió en el corazón de la capital del país, Pekin, algo tan popular en el resto de plazas y parques de ciudades chinas, como es volar cometas. Esta anécdota tiene que ver con una fecha simbólica en el calendario chino: 08/08/08, cuando a las ocho de la tarde, del día 8 del mes octavo del año 2008, dieron comienzo, con un estallido de fuegos artificiales, las Olimpiadas de Pekín. Bendecida por una fecha óptima, auspiciosa de salud y dinero, la ceremonia inaugural comenzó con puntualidad estricta. Lo que siguió a continuación, a través de efectos especiales y coreografías multitudinarias, fue un despliegue de fuerza en toda regla. Orquestado bajo la dirección de uno de sus mejores directores de cine -Zhang YiMou-, a lo largo de cuatro horas, mezclando modernidad y tradición, el anfitrión olímpico repasó los principales hitos de sus 5.000 años de historia, contribuciones a la humanidad, sus figuras ilustres, su arte y su cultura.
En la elección de China como anfitriona de unos Juegos Olímpicos, tuvo mucho que ver quien presidiera durante 21 años el COI, el español Juan Antonio Samaranch. Por eso, aún hoy, muchos chinos, al decirles que soy español, se acuerdan, agradecidos, de nuestro diplomático catalán.
Recuerdo bien ese día porque yo estaba en Pekín y por las fenomenales medidas de seguridad que blindaron la ciudad; pero, sobre todo, recuerdo bien el 08/08/2008 porque, para mí, en muchos aspectos, representó un antes y un después en la historia reciente de China. A partir de ese instante -literalmente al día siguiente- los chinos se habían «transformado» en cierto modo. La ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos asombró al mundo tanto por su continente como por su contenido pero, además, simbolizó para los propios chinos, la puesta de largo de su país como actor de pleno derecho en el escenario internacional. Tras décadas de consignas, planes quinquenales de reforma y apertura, cambios de todo tipo en un país a menudo acomplejado y víctima de cierta paranoia histórica, aquel día, frente a toda la comunidad internacional y con mil millones de telespectadores siguiendo en sus pantallas el primer gran acontecimiento internacional celebrado en su territorio, el chino de a pie tomó conciencia de sus logros y su potencial futuro. El chino corriente, en aquel despliegue de luz y sonido, se contempló a sí mismo, de repente, capaz de todo y heredero de una larga tradición como superpotencia.
Los chinos habían dedicado siete largos años, y cerca de 40.000 millones de dólares, a preparar meticulosamente la cita olímpica -convirtiéndola en la más cara de la historia-. Los preparativos y los meses previos habían estado enturbiados por protestas contra el régimen, revueltas en regiones con importantes minorías étnicas, boicots al recorrido internacional de la llama olímpica e, incluso, varios ataques terroristas. Además, en previsión de que el caluroso verano pekinés desluciese la celebración con una tormenta de lluvia o arena, las autoridades habían «bombardeado» los días previos las nubes del cielo de Pekín con yoduro de plata, para garantizar cielos azules durante los Juegos Olímpicos. Y así fue. China se colgó 48 medallas de oro y las cosas cambiaron. Recuerdo las primeras veces que visité Pekín y cómo, el domingo por la mañana o al atardecer, nos acercábamos a volar una cometa a la plaza de TianAnMen. Es un sitio único: la plaza -un espacio inmenso del tamaño de un aeropuerto- toma su nombre de la puerta de la Ciudad Prohibida, a la que da acceso. La puerta (Men) de la Paz (An) Celestial (Tian). Si hay un lugar sagrado en China, el epicentro de su cosmogonía, ese es TianAnMen. Allí se celebra y se declara todo lo que tiene importancia en la sinoesfera. Con los Juegos Olímpicos se blindó ese «epicentro» del Reino del Centro, que es China. Todo salió a la perfección y no llovió. Tampoco volvieron a surcar cometas los cielos de TianAnMen. Paz celestial. Y China no volvió a ser la misma. Fin.
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