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El siglo veintiuno no nos da tregua. Esto es un sin vivir. Si tienes entre diecisiete y veinte años seguramente tus padres te habrán contado entre lágrimas y contenida emoción que tu primera palabra no fue ni papá, ni mamá, ni tan siquiera «abu», fue ... crisis.
Y es que desde que tienes uso de razón, -o más bien memoria, no seamos presuntuosos-, la cosa va in crescendo. De mal en peor. Cuando no es el bluf de la burbuja inmobiliaria y el hundimiento económico es el cambio climático, a lo que vino a sumarse, nada más y nada menos que una pandemia mundial. Y por si fuera poco nos explota un volcán y de postre, y para colmo, una guerra en Europa con aderezo de crisis económica, recesión y sin una bombona que llevarse al quemador. Vamos, un sin vivir.
«Nunca hemos estado peor que ahora», lo oigo mucho. Los problemas de un joven ochentero no creo que fueran menores, pero su acceso a la información o a la desinformación, al minuto, aquí y ahora era limitada y con retardo.
Elijan la década que quieran del siglo pasado -tampoco hagamos un viaje en el tiempo en galera o trirreme-. Ninguna fue idílica para el común de los españolitos. Pero la enorme espada de Damocles que actualmente vemos pender sobre nuestras testas es el temor a vivir peor. Y eso sí es un problema. ¿Sin embargo, en general creen que sus hijos ahora están viviendo peor que ustedes a su edad?
Ni el mundo, ni mucho menos en nuestro plurinacional estado estamos para echar cohetes, y que el aluvión de datos empeore al anterior no contribuye al optimismo. La ignorancia informativa no es un bálsamo, pero en ocasiones no viene tan mal.
Cuando pasamos una temporada, normalmente en verano, en un pueblo alejados del mundanal ruido, del wifi, de Telecinco, del Netflix y del WhatsApp, descubrimos que se puede vivir de otra manera. Efectivamente, seguimos teniendo hipoteca, cada vez más alta, la gasolina cada vez más cara y nuestros políticos siguen siendo también igual de caras, pero al menos no tenemos veinticuatro horas al día de mala leche.
Y es que visto así y con el telediario de fondo el panorama es apocalíptico. Lo paradójico y contradictorio es que, en realidad y tal vez, una vez más los árboles no nos dejen ver el bosque, aunque en este caso es ese el problema, que cada vez hay menos bosque que ver.
Y el auténtico inconveniente lo tenemos con lo que le estamos haciendo al planeta. Más bien a nuestros hijos y descendientes, porque el mundo ha pasado por muchas batallitas y tiene cuerda aún para una temporada. Cómo era eso de «no preguntes qué mundo dejaremos a nuestros hijos, la cuestión es qué hijos dejaremos a este mundo.»
Pues eso.
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