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Me pregunto por los lectores de Álvaro Pombo. A lo largo del tiempo, el escritor ha redactado una obra literaria extensa y variada. Los casi cuarenta títulos que ampara su nombre acreditan la extensión. Acreditan su variedad los diferentes géneros literarios a los que ... ha dedicado su empeño: la lírica, la narrativa, el cuento, el ensayo, el artículo periodístico. Y en estos géneros no se ha reducido su autor solo a explorar su propia capacidad creativa y expresiva, aunque también esto lo haya hecho. También es variada su obra, porque posee el número necesario de atractivos para haber mantenido la atención de una diversidad de exigentes lectores que no se conforman con un solo género ni con un solo punto de vista. El autor mismo se aparece ante los ojos de sus lectores de formas muy diferentes.
Podría decirse que Álvaro Pombo ha escrito una cuidadosa autobiografía imaginaria, una autoficción visual, a través de sus fotografías. Se ha mostrado en público como severo moralista –con barba Amish–, como gentleman filósofo analítico –con su chaqueta de tweed–, como marino noruego –bajo su gorro de lana azul–. En esta cuidada fenomenología de sí mismo, que abrevio para subrayar su carácter sencillamente indicativo, el autor exhibe de manera figurada el atractivo y variedad de su obra para diferentes lectores.
La crítica y la crónica social hallan acomodo en sus páginas, como lo hallan la esfera de lo moral y la aventura. Quizá en esta ecuménica variedad de géneros y registros temáticos hay que buscar y hallar la razón de la fidelidad a la obra del autor santanderino que han confirmado sucesivas y crecientes generaciones de lectores.
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Es verdad, muchos de estos habrán encontrado en la prosa de Álvaro Pombo lo que llevaban en su interior antes de acercarse a las páginas del novelista, porque el talento del escritor vive, en términos generales, de crear en el momento de interpretarlo el mundo en el que vive. Para alcanzar esa meta, el autor necesita del concurso de todos, además necesita, especialmente, de la capacidad para mostrar eso que late en la sociedad en la que vive y que solo las palabras del escritor hacen evidente o convincentemente oscurecen.
No quiero decir que la lectura se parezca a aquella descripción de la literatura sobre la que ironizaba Umberto Eco, y cuyo origen puede retrotraerse hasta Lichtenberg: «el texto es un pícnic al que el autor trae las palabras; y los lectores, el sentido». No. Pero probablemente haya un Álvaro Pombo para cada lector, y quizá cada lector se lleve del trato con su obra lo que el paciente se lleva de la farmacia: solo aquello que remedia sus males. El lector podrá llevarse también, si está dispuesto a ello, lo que agrave sus males, con la condición de que pague el peaje de la lucidez para hacer su compra.
La fidelidad de los lectores de Álvaro Pombo tal vez esté relacionada con un sexto sentido de adaptabilidad del autor. Su obra es testimonio de su avidez por mostrar un mundo en el que él mismo desaparece. En una de sus primeras obras, Álvaro Pombo hacía una caracterización indirecta de sí mismo a través de la descripción de una escritora: «Una cierta palidez recubre todas las cosas que yo hago, desfonda las cosas que yo adorno, y multiplica incesantemente, en el corazón de un reino utópico y ucrónico, todas las cosas que yo digo. Perenne mediodía donde ninguna cosa sobresale o se oculta demasiado. Una neutralidad que no es paz, sin embargo. Nada más lejos de este reino que la paz. Aunque no vivo de escribir soy escritora. Quiero indicar con esto que mi palidez coincide con ese ser, apenas existente, que es el ser del escritor: el ser-marginal, el ser-margen. Crecimos de lado, y aunque no puedo dejar de ser quien soy –nadie puede– solo vivo a medias. Todo es pura adivinanza». Esta cita, que aparece en uno de los primeros libros de Álvaro Pombo, 'Relatos sobre la falta de sustancia', 1977, pudiera ser un estado de la cuestión al que cabe añadir casi medio siglo de escritura incesante en la que sobresalen no pocas cosas y pocas cosas se ocultan. Pero hay fidelidades que permanecen, el «ser-marginal, ser-margen», el ser del escritor, es asunto al que no alcanzan los reconocimientos, por merecidos y oportunos que sean, es algo que se traduce en la obligación de elegir «una neutralidad que no es paz».
Esta belicosa neutralidad se encarna en las adivinanzas de una escritura que busca incesantemente, que se impone a sí misma una meta tal vez inalcanzable, pero que ni siquiera descansa en la llegada, sino que germina, crece y florece en el camino.
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