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Yo tendría unos dieciocho años, pero aún estaba en el instituto porque había repetido algún curso. Ese día era viernes y había salido con mis amigos. Durante aquella noche y sin venir a cuento, comenzamos una absurda competición de chupitos en la que, en un ... momento dado, todo se nubló en mi mente, hasta que aparecí en la cama de mi habitación sentado, dado que, si me tumbaba, el mareo y las náuseas me abrumaban. En este estado tan particular tuve una revelación: escribiría un guion de cine. Para una película, vaya. Ahí sentado diseñé en mi cabeza el planteamiento, los personajes, la trama y el final, todo.
Al día siguiente, sin dormir nada, y mientras intentaba recordar qué había pasado la noche anterior, me fui a la biblioteca, leí algún guion que encontré allí, y empecé mi creación con un lapicero que pedí prestado a la bibliotecaria y folios que encontré. Acabé el guion en dos o tres semanas y lo guardé en un cajón. Cuando tenía treinta y tantos lo encontré y lo releí. Me pareció una basura, y lo volví a enterrar entre papeles. Hoy, cerca de los cincuenta, he vuelto a encontrar aquellos folios amarillentos con mi apresurada e incomprensible letra a lapicero, llenos de tachones, pero empapados de vitalidad. Y los he vuelto a leer. Y lo he disfrutado, la verdad.
Me sucede también cuando un niño me presenta un dibujo y me pide su opinión. A mí ahora me gustan todos. Pero no por condescendencia. Es que me gustan de verdad. Todos. Supongo que a medida que vas creciendo te vas reconciliando con tu yo del pasado. Te hace gracia su ingenuidad, y valoras debidamente su coraje y su rebeldía. Y por un momento te echas de menos a ti mismo. Ese que fuiste.
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