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Se llamaba Antonino. Era mi profesor de historia en el instituto y yo era un pésimo estudiante por aquél entonces. Digamos que Antonino empezaba la clase hablando de la Revolución francesa, pues los primeros cinco minutos yo le escuchaba con atención, pero a partir de ... ahí mi mente comenzaba a imaginar que yo estaba con el grupo de jóvenes que tomaron la Bastilla, y luego me imaginaba ajusticiando a aquéllos que me lo impidieran, y me preguntaba si sería capaz de matar o morir por una causa, y de ahí me iba a la canción que pegaría con ese momento, y repasaba todas mis canciones preferidas, lo cual me llevaba a acordarme del fin de semana, y la música que pusieron en aquel bar. Luego me llegaba el olor de la tortilla de la cafetería y me entraba hambre, después me fijaba en las chicas de la clase y me preguntaba cuál me gustaba más, o menos, luego comenzaba a dibujar algo, o a inventarme la letra de una canción. Llegados a este punto, Antonino me miraba de reojo, mientras seguía con su perorata. Era un buen hombre, no era de esos que se enfadaban si no estabas atento y pensaban en echarte de clase, a pintar te vas a tu casa, ni nada de eso. Él sólo te miraba de reojo. Con pena.
Antes de ir a la universidad, me dio Historia del Arte. Un día, para explicarnos la Capilla Sixtina, apagó las luces y, con un proyector, iluminó los frescos de Miguel Ángel en el techo. Después, nos mandó tumbarnos en el suelo bocarriba, mientras él hablaba y hablaba moviendo los brazos, emocionado. Años más tarde tuve la oportunidad de plantarme delante de la auténtica Capilla Sixtina y entonces recordé a Antonino y envidié su mirada. Y su emoción.
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