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No descubro nada si digo que una de las ciudades mas bellas del mundo es Florencia. A veces, cuando me levanto dando un salto mortal, y brilla el sol por todas partes, me imagino descubriendo aquella ciudad italiana en compañía de la persona con la ... que estuve allí por primera vez. Entonces vuelvo a contemplarlo todo, y a preguntarme continuamente cómo todo aquello puede existir: la catedral con su campanario de ochenta y cuatro metros —ambos de mármol blanco y verde—, el baptisterio con una puerta que un tío tardó veintisiete años en terminar, el puente de cuento, la plaza convertida en un museo, las vistas lejanas de la ciudad que te dejan mudo, los pequeños puestos donde comerte una 'focaccia'. El sol primaveral se cuela entre las columnas de la galería Uffizi, y ni las sospechosas multas de tráfico que te ponen aquí a cada momento, dicen que la mafia, pueden estropear mi experiencia. No pago multas. Ni siquiera veo el gentío aborregado por todas partes. Solo estamos nosotros. Nuestra risa. Y nuestro asombro. Y nuestras piernas volando de un lado a otro por toda la ciudad. Todo mi cuerpo y mis sentidos resplandecen de vigor.
Vivo mi particular renacimiento. Y por un momento soy inmortal, como la propia ciudad, que seguirá ahí, asombrando a nuestros nietos, cuando de nosotros no quede ni el recuerdo. Si no nos la cargamos antes, claro. Porque yo no quiero volver allí, no quiero volver a ver esos bellos atardeceres de la Toscana, cenar pasta y carpaccio, y beber vino Chianti. Para mí nunca sería lo mismo. Nadie podría unir las piezas, para que todo encajara a la perfección. Ahora sólo quiero vivir, y ver este sol, el mismo sol deslumbrante que lucía en Florencia, cuando yo tomaba un 'gelato' con mi chica.
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