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Si una canción te gusta puedes escucharla mil veces, hasta que deja de gustarte. La 'quemas'. Pero otras veces escuchas una canción y en principio no te cautiva. Sin embargo, a medida que la escuchas más veces, y quizá le asignas un relato, un momento ... o un sentimiento, entonces el tema se te pega por dentro y no te lo quitas durante años. Yo escuché los discos de The Doors por primera vez en la biblioteca pública; sólo conocía un par de canciones, las más famosas. Su mezcla de rock y blues no me interesaba demasiado, pero sus temas, sus letras y sus historias fueron ascendiendo con rapidez en lo que llaman la banda sonora de tu vida.
De modo que cuando tuve la oportunidad de viajar a París, quise acercarme al cementerio Père-Lachaise a visitar la tumba de su cantante, Jim Morrison. Era un sitio de culto para mí, la tumba aparecía en el final de la película que Oliver Stone hizo sobre el grupo. Además, ese cementerio era célebre por acoger a importantes escritores que yo había leído, así que cuando me adentré entre sus muros sombríos y silenciosos una emoción creciente recorría mi cuerpo. Por fin, me planté delante de la tumba del cantante idolatrado, estaba situado enfrente del lugar tantas veces imaginado y venerado. Cerré los ojos. Respiré hondo. Y nada.
No sentí nada. Aquello era una tumba corriente y vulgar, pero pintarrajeada eso sí, y sucia. Todos hemos imaginado determinados lugares mil veces, forman parte de una especie de olimpo mental. Y creemos que, cuando por fin los visitemos, vamos a levitar rodeados de un aura fulgurante o algo parecido. Pero no. El deslumbramiento exige sorpresa, desconocimiento. Las tumbas de Jim Morrison es mejor dejarlas donde están; nuestras manazas vulgares sólo pueden ensuciarlas y pintarrajearlas.
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