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Oswald Spengler, un pensador gigantesco a caballo entre el siglo XIX y XX, formó parte de un selecto grupo que aún tuvo la posibilidad de leer 'todo' lo que se había escrito hasta ese momento sobre historia, ciencia, filosofía, arte, literatura. En su caso no ... solo en la cultura occidental, su dominio del resto de las grandes culturas –china, india, egipcia, árabe– asombra a cada momento de las 1.260 páginas que, en mi edición inglesa, ocupan su obra cumbre. De ̈La decadencia de Occidente' dice Claudio Magris: «No es coincidencia que el problemático, pletórico, fascinante, a veces brillante y a veces cursi best-seller apareciera en 1918, cuando la creencia de la Ilustración en el progreso se estaba desmoronando. El hundimiento del Titanic había arrastrado con él el entusiasmo por la tecnología y una guerra mundial catastrófica para los vencidos y para los vencedores había hecho estallar el edificio de la civilización y del orden europeo. Un terremoto que todavía está en marcha y acrecentándose cada vez más». Este comentario me llevó a leerlo, subrayarlo y anotarlo de cabo a rabo.
La idea central de Spengler sobre el devenir de los pueblos es que es el mismo de los propios seres que los componen: nace, crece, decae y muere. Su otra idea fundamental es que la cultura, en tanto reside en el alma de los pueblos, no muere como la civilización que es el cuerpo, sino que tras sufrir una metamorfosis renace de las cenizas; se inicia así un nuevo ciclo del 'eterno retorno'. Hay mucho que discutir y mucho que apreciar en esta gran metáfora de la existencia, por otro nombre cosmovisión; sin embargo, Spengler acierta en lo esencial.
El desplazamiento de la cultura agraria por la civilización urbana es la causa principal del auge y posterior decadencia de las grandes civilizaciones, particularmente la occidental. A medida que se produce está transición, la voz cantante pasa de los hombres de ideas en las universidades de las ciudades culturales, a los hombres de acción de las grandes urbes.
Hombres pragmáticos, sin espiritualidad ni filosofía, enfocados en alcanzar sus objetivos más tangibles; su imaginación se ocupa exclusivamente de lo práctico. La cultura tradicional se refugia entonces en la periferia, el papel de las provincias queda limitado a alimentar la urbe con sus mejores recursos humanos. Estos nuevos vecinos pierden en la metrópoli sus raíces, se integran en una masa fluida compuesta de hormigas urbanas sin tradiciones, sin religión, enganchadas a los acontecimientos inmediatos. Son la flor y nata de la provincia, pero han devenido infructuosos y alimentan un profundo desprecio subconsciente por los provincianos.
Es decir, se han alejando de su origen orgánico, se desnaturalizan, se deshumanizan, pierden sus valores, sus tradiciones, todo aquello que constituye su imagen personalizada, en una ciega carrera hacia lo inorgánico, lo inerte.
El símbolo más evidente de lo inorgánico es el dinero: una pura abstracción de toda realidad, la sustitución del objeto por su valor de cambio, incluida la fuerza de trabajo, la cosificación del ser humano convertido en mano de obra. El dinero es una magnitud totalmente desconectada de los valores primordiales. Ese sutil cambio de paradigma se produce ya en tiempo de los romanos, desde entonces cualquier idea elaborada de la existencia ha devenido a la larga en una cuestión de dinero. En la actualidad esto se hace patente en el momento de hacer realidad los sentimientos sociales y éticos: el asunto termina siempre en manos de los milmillonarios. La respuesta a todos los grandes problemas sociales, políticos, científicos, etcétera, gira en torno al dinero. El espíritu del dinero penetra subrepticiamente las formas históricas de la existencia, los partidos han cesado de ser reputados centros de decisiones que hoy se toman en otros lugares. Políticos, rectores, diputados, comunicadores, se ocupan de mantener viva la ilusión de autonomía en el pueblo. Todo lo cual presagia el fin de ciclo cultural.
El desmoronamiento de la fe en el progreso ha acarreado como efecto colateral el hundimiento del vigente orden mundial. El progreso técnico y tecnológico nos ha cambiado la vida y los valores, transformaciones cada vez más vertiginosas nos hacen sentir como si nos faltara el suelo bajo los pies: marginados, anticuados, superados, extraños a esta pseudorealidad artificial que se ha convertido en nuestra segunda naturaleza. Y, lo que es peor, en lugar de arrepentirse de nuestros desmanes Occidente está doblando la apuesta… Y tal parece que la está perdiendo. La ventana que vemos abrirse a una futura regeneración cultural no se abre a la recuperación de los valores tradicionales sino a una nueva fase de la existencia; anti humana, sin pasado ni futuro, pero bastante inevitable.
Lo cual nos reduce a la ¿vana? esperanza de que nuestros líderes tengan más habilidad negociando la decadencia, de la que tuvieron en el manejo del auge.
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