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Si me dijeran «pide un deseo, cualquiera» pediría que mi madre y Luis, mi marido, no hubiesen muerto tan jóvenes. Si por el contrario me dijeran «pide un deseo, factible» elegiría la regulación de la eutanasia. No sólo porque le prometí a Luis que ... no dejaría nunca de lado la pelea que empezamos juntos, sino porque estoy profundamente convencida de que es un derecho fundamental: poder disponer del final de la propia vida en libertad. La anterior es una frase muy corta, sin palabras prescindibles, y de las que dos son esenciales: propia y libertad. Lo que defendemos quienes creemos que la eutanasia debería ser despenalizada es que se trata de poder decidir libremente cuándo y cómo una persona quiere abandonar este mundo. Decidir sobre su vida, nunca sobre la de otra persona. Sin imponer nada, respetando a los demás. Y tomar esa determinación haciendo uso de la libertad que debería acompañarnos siempre.
No es fácil, nadie ha dicho que sea sencillo escuchar a alguien expresar su necesidad de dejar esta vida y acompañarle en la búsqueda de la solución a su sufrimiento infinito. Pero hay momentos en los que toca hacerlo, más si uno cuida a quien le quiere. Si de verdad amamos a una persona y ésta pide marcharse, por más que la vayamos a añorar, nuestra obligación, y nuestro deseo, es ayudarle a hacer las maletas, abrazarle, desearle buen viaje y no soltar su mano hasta que deje de respirar. Eso es para mí la eutanasia: una prueba de amor.
Nadie desea morirse; de una manera u otra todos nos aferramos a la vida cuando ésta es merecedora de llamarse así: vida. Pero también ocurre que hay para quien pasar los días no es vivir, para quien la única ilusión que da luz a esos días es pensar que esa broma macabra e interminable en algún momento concluirá; pasa días en los que todo el mundo miente y noches en las que nadie dice la verdad. Porque con frecuencia la verdad duele, nos coloca ante un espejo en el que no queremos mirarnos; porque la verdad, además, da miedo y somos muy cobardes. Si fuéramos capaces de afrontar ese miedo -sin hacer alardes de valentía, que nadie nos pide eso-, si pudiéramos hacer ese esfuerzo, todos estaríamos de acuerdo en que la eutanasia debería ser despenalizada ya. Sin miedo y con precaución, por supuesto, para garantizar que se aplica debidamente y sin olvidar que en todo ser humano prima el amor a la vida, y que cuando se produce un desapego tal como para querer ponerle fin, hay motivos que se deben escuchar y respetar. Luis no se quería morir, claro que no. Luis adoraba la vida y por eso mismo pidió una y mil veces que le dejaran irse, que le permitieran poner fin a cuatro años de perpetuo dolor que no aplacaba ningún tratamiento y que, lejos de remitir, era cada día más intenso. A ese suplicio inmenso le acompañaba una parálisis total y una capacidad cognitiva más que formidable. En su caso, además, los cuidados paliativos eran inútiles. Eso no es vivir, eso no es hacer honor al regalo maravilloso que es la vida. Eso no es ser libre. Al menos no para Luis, y por eso él y sólo él decidió pedir que le aplicaran la eutanasia, sin conseguirlo, claro. Y por eso inició la campaña por la despenalización que reunió el apoyo de más de un millón de firmas.
Luis murió en agosto de 2017, tenía 50 años, y quería vivir, por encima de todo quería vivir de una manera digna. Y morir, también dignamente. No pudo ser porque esta legislación que padecemos, de momento, no tiene en cuenta que la vida es de cada uno de nosotros y que si alguien, con capacidad para discernir, quiere renunciar, por los motivos que sea, ha de tener derecho a hacerlo, en paz, sin esconderse, sin poner en peligro a quienes le quieren ayudar. Decir adiós para siempre a la persona a la que se ama está en las antípodas de lo que uno quiere y planea, pero ver sufrir día tras noche, sin tregua, a alguien y no ayudarle a acabar con esa tortura es cruel, egoísta y violento. ¿Quién querría, quién podría asistir impasible a ese padecimiento? ¿Quién, sin mente de torturador, sería capaz de decirle a esa persona que lo soporte? ¿Quién, si le llegara el día en el que quisiera abandonar el juego para siempre, no querría poder hacerlo? ¿Quién podría decir, hablando desde el corazón, que eso es un delito? ¿Quién ha decidido que eso es un crimen? ¿Quién?
Seamos sinceros, abandonemos tabúes y posturas hipócritas, mostrémonos respetuosos con el dolor ajeno y quizá propio. Porque todos, de una manera u otra, en algún momento, estaremos cerca de alguien que suplique poder marcharse.
No olvidemos nunca que hablamos de una decisión propia, que un derecho no es una obligación. Que exista el divorcio no obliga a las parejas felices a poner fin a su unión ¿verdad?, pues que exista el derecho a disponer del final de la propia vida no obliga a nadie a acabar con la suya si no quiere.
El respeto a nosotros mismos debería estar por encima de conceptos falsamente proteccionistas. Porque la vida es un obsequio que hay que honrar con dignidad. Porque el amor a la vida ha de estar a salvo. Y la eutanasia es una forma de protegerla. Estamos muy cerca de conseguirlo y ese día..., ese día palparé de nuevo la felicidad porque se habrá cumplido el deseo de millones de personas y podré decir: «Luis, misión cumplida. No fue en vano».
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