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Cuando a casi todos los que vivimos el tenis, le sentimos profundamente, le discutimos, le amamos y nos apasiona, llegamos a pensar que el número uno del mundo había superado aquella etapa de soberbia, prepotencia, falta de control de los impulsos, puerilidad infantil, incapacidad para ... compartir y estar con los otros, en definitiva, de inmadurez, quizás permitida y en ocasiones aplaudida desde su bancada al amparar y permitir tantos y tan continuos despropósitos, ha vuelto al caos. Se ha producido una regresión, solo explicada desde la perspectiva «de que no todos somos iguales, algunos lo son más que otros», frase muy bien aprendida en determinadas culturas.
Si estudiamos la partida, se trató de uno de tantos golpes que se fallan, que no se toca la pelota con el cuidado, fuerza y dirección adecuados. Le viene un revés nada fácil, escorado y bien colocado, se desplaza lateralmente y alcanza fácilmente la pelota, tiene espíritu y formas circenses como nadie, casi se arrodilla para dar el suficiente impulso a la bola, para que superada la red fácilmente, lamiéndola, tocando liftadamente, desplazándose a gran velocidad, ¡suspense!, caerá dentro del campo o se irá al campo de dobles.
El ojo de halcón dictamina como los dioses que se ha ido por centímetros, Novak mira a su bancada, le señalan gestualmente que no ha entrado la pelota, que es tanto del contrario. Entonces mira al cielo y locamente descarga su raqueta repetidamente contra la arena, suda, se irrita, no para, pierde el control, deshace la raqueta, y solo se queda con el mango. Entonces se dirige a su banco para tomar otra raqueta.
El juez le llama al orden, él no le hace caso, ni le mira ni se para a escuchar sus explicaciones, sabe que tendrá que pagar una multa, y desde entonces se le nota más serio, rígido y contrariado. Pierde ese golpe magistral, su revés exquisito desaparece, su saque sin igual se le resiste. Lentamente va perdiendo la finura y la arquitectura de su enorme juego, se ha perdido en el espacio de la soberbia, en el desierto esterilizador de la arrogancia, en la expectativa fantasiosa de querer siempre ejercer desde la perfección. No ha aprendido que es uno más, y que en la mayoría de las ocasiones un poco mejor que los otros.
Pero ya se sabe, cuando se inicia un camino en el que se encuentra cierta gratificación, aunque sea infantil, se sigue cultivando y con más alegría y desprendimiento cada día. Esta situación causa sensación pública y es apoyada por los suyos, los que le acompañan y le aplauden, y de forma especial su padre, incluso el presidente del gobierno de su país. Entonces la locura de la sin razón se corona con el pensamiento patológico de que soy incuestionable, soy supremo, soy un ser superior que da ejemplo al mundo de libertad, de romper la norma para hacer lo que yo crea, porque yo sé lo que hay que hacer, yo estoy en posesión de la verdad, seguidme y seréis libres. Es el nuevo Espartaco, según su padre, abanderado de la libertad suprema, las normas correctas son las que expreso a través de mi comportamiento.
En una sociedad democrática, a nadie se le paga por ser ejemplo de nada, no existe ese puesto de trabajo. A todos se nos exige cumplir fiel, responsable y eficazmente el papel que nos ha tocado vivir, o representar en nuestro grupo social: de padre, de hijo, de abuelo, de periodista, de abogado o médico, de sacerdote...
Todos hemos adquirido ciertas obligaciones al expresar frente a los demás las singularidades de nuestro papel social. Es cierto que hay diferentes papeles como vemos, y los hay más públicos, como el de educador, futbolista, periodista, médico..., y menos públicos, como administrativo, calderero, soldador... Esto significa que en aquel papel cuyo ejercicio trascienda a la sociedad se exija un determinado comportamiento más estricto, más honesto y más riguroso. Son muchas las miradas y, en consecuencia, es mucha la trascendencia de sus errores y aciertos.
Hoy Djokovic, su padre y el presidente de su gobierno, nos han dado una nota que carece del más mínimo sentido de rectitud, y en consecuencia, de ejemplaridad. Parece que no está vacunado, como ordena el país al que se ha dirigido, parece que tiene una exención que no es tal, parece que teniendo esta información, la desprecia, y en su lugar hace lo que quiere, sin más sentido crítico que el de «yo soy superior y estoy en la verdad», actitud que nos acerca a otro tipo de régimen político glorificado por Carl Schmitt.
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