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El estado de emergencia dictado por el Gobierno de Italia frente al incremento de la corriente migratoria hacia sus costas es, ante todo, una medida política que permite a Giorgia Meloni atender los requerimientos de un electorado reacio a la acogida de personas procedentes de ... países extranjeros. Porque resulta más que dudoso que la agilización de resoluciones –incluyendo la derogación de algunas normas– y la movilización de recursos tanto públicos como de ONG para responder a la arribada de migrantes sirvan para atenuar una presión que continuará al alza. Entre otras causas, por la xenofobia creciente en los países del sur del Mediterráneo en tanto que regiones de paso de migrantes obligados a dar cuanto antes el salto a Europa.
La medida de excepción intenta además trasladar al conjunto de la UE la responsabilidad de prestar cobertura a la afluencia creciente de migrantes de manera más solidaria que hasta la fecha. La llegada de una alianza de derecha extrema al Ejecutivo de Roma no ha disuadido a las personas procedentes de las costas de Libia y de Túnez de perseverar en su propósito de alcanzar suelo europeo a través de Italia. La pulsión por la búsqueda de un entorno más próspero, e incluso por asegurarse la integridad personal huyendo de violencias y de persecución, desborda hasta las fronteras del mar. Y deja en nada las iniciativas que buscan persuadir a los migrantes para que renuncien a sus aspiraciones de navegar a tientas en la esperanza de que desembarcarán en las costas italianas por ser las más próximas.
El estado de emergencia puede encarecer las tarifas impuestas en el tráfico de seres humanos. Pero parece más difícil que sirva para postergar el paso de miles y miles de personas hacia Europa. La excepción aplicada contra la migración colisiona con los valores que fundamentan la UE como construcción abierta y acogedora. Máxime cuando el decreto del Consejo de Ministros italiano podría interpretarse con una laxitud rayana en la arbitrariedad, en tanto que concede al poder ejecutivo un amplio margen de actuación sin supervisión parlamentaria, y sin fijar límites normativos claros para su ejecución durante seis meses. Pero las críticas que, desde el punto de vista democrático, merece Meloni no obstan para que la Unión Europea asuma un compromiso colectivo más preciso de recepción de seres humanos en busca de una existencia mejor que acceden al continente a través de los países mediterráneos.
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