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Quienes hace ya algunos años hemos cursado una carrera en la UNED encontramos todo esto de la tele-educación algo fantástico y muy fácil. En nuestra época antigua, había poco más que unos horarios para seguir programas de radio, aparte de las tutorías y ... de que algún valiente se atreviese a llamar o escribir a los profesores de la sede central en Madrid (extraordinariamente accesibles cuando uno se decidía al acercamiento). Es cierto que era un formato con un déficit de contacto humano maestro-discípulo y, no menos importante, discípulo-discípulo, pues uno aprende mucho de sus propios compañeros. Pero por otra parte se descubren dos cosas importantes. La primera, que muchos maestros nos siguen hablando desde sus obras. Yo nací años después de que Ortega y Gasset dejara este mundo, pero no puedo no considerar su voz como la de uno de los maestros, al igual que la de Husserl, Popper o Foucault. El segundo descubrimiento es que uno da más de sí cuando está más exigido. Estudiar lógica formal o el teorema de Gödel en la intimidad, o los números transfinitos de Georg Cantor, es como el salto de altura: no hay término medio, o es válido o es nulo. O se entiende y se resuelve, o se ahoga uno en la ignorancia radical y la tentación de abandonarlo todo. Esto lleva a fundamentar mejor el aprendizaje, porque nace de una lucha con lo que Ortega llamaría el «berrendo Minotauro» que se nos pone delante, sin gran ayuda ni de picadores ni de banderilleros, que le dejan a uno en la estacada.

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