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Quienes hace ya algunos años hemos cursado una carrera en la UNED encontramos todo esto de la tele-educación algo fantástico y muy fácil. En nuestra época antigua, había poco más que unos horarios para seguir programas de radio, aparte de las tutorías y ... de que algún valiente se atreviese a llamar o escribir a los profesores de la sede central en Madrid (extraordinariamente accesibles cuando uno se decidía al acercamiento). Es cierto que era un formato con un déficit de contacto humano maestro-discípulo y, no menos importante, discípulo-discípulo, pues uno aprende mucho de sus propios compañeros. Pero por otra parte se descubren dos cosas importantes. La primera, que muchos maestros nos siguen hablando desde sus obras. Yo nací años después de que Ortega y Gasset dejara este mundo, pero no puedo no considerar su voz como la de uno de los maestros, al igual que la de Husserl, Popper o Foucault. El segundo descubrimiento es que uno da más de sí cuando está más exigido. Estudiar lógica formal o el teorema de Gödel en la intimidad, o los números transfinitos de Georg Cantor, es como el salto de altura: no hay término medio, o es válido o es nulo. O se entiende y se resuelve, o se ahoga uno en la ignorancia radical y la tentación de abandonarlo todo. Esto lleva a fundamentar mejor el aprendizaje, porque nace de una lucha con lo que Ortega llamaría el «berrendo Minotauro» que se nos pone delante, sin gran ayuda ni de picadores ni de banderilleros, que le dejan a uno en la estacada.
El coronavirus ha sido el gran propagandista de la tele-educación. Hasta los niños de pecho saben lo que es, por ejemplo, Google Classroom o Zoom. Y el rector de la Universidad de Cantabria ha tenido que salir al paso de interpretaciones libérrimas que temían que apueste por acabar con la docencia presencial. Quedó claro que no es así. Ahora el gran debate escolar es si se puede ya regresar o si la tele-formación se bastaría no solo para terminar el curso actual, sino para iniciar el siguiente, que tampoco tendrá ni vacuna ni antivírico mágico. Por no hablar de que la industria tradicional de los libros de texto ha entrado en fibrilación. ¿Por qué cargar con algo a lo que se accede desde un teléfono, tableta o computadora, y que se puede imprimir selectivamente? Ahora 'educación a distancia' significa también mantener la distancia en el aula.
Podría haber una errónea idea de que antes no había 'distancia' ('tele-') en la educación. No lo veo así. Obligar a aprenderse los afluentes del Tajo a izquierda y derecha es poner distancia entre el alma infantojuvenil y esa ciencia maravillosa que es la geografía. Se saben de memoria las partes de las microscópicas células, pero no los nombres y funciones de los aparatosos árboles del entorno. Si se quitan las etiquetas en la pescadería, ninguno saldría de allí aprobado en zoología. Distanciados de la naturaleza. Y de la música. ¿Es más fácil aprender las escalas con flauta que con teclado? Pero si ya hay teclados virtuales…
No es que empiece ahora la enseñanza a distancia, con sus ventajas indudables y sus inconvenientes claros, sino que la distancia preexistente en la educación debería aliviarse en lo posible. Y no depende de la tecnología, sino de la filosofía. Claro, que las convicciones no se pueden comprar en un 'Black Friday'. Como oí decir a un profesor, ¿para qué quieres saber inglés si no tienes nada que decir ni en español? ¿Cuántos alumnos vuelven a casa ávidos de leer en inglés las historias de Sherlock Holmes o Hércules Poirot? Las pequeñas células grises, 'mon ami', son las únicas que superan toda distancia. Ahora podría haber sencillamente 'distancia a distancia', la distancia pedagógica convertida en videconferencia. Pero reto no es la distancia, sino la comunicación. Cuando uno comunica, da igual que el otro esté en órbita: se entiende todo.
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