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Estos días los informativos abrían con el fuego, desde luego, pero también con una extraña efemérides; hace seis meses que se inició la invasión rusa en Ucrania. Las noticias se asientan, se hacen sitió entre la actualidad, toman postura, pierden relieve, dejan de latir y ... hasta se enquistan en lo cotidiano como un lunar en la cartografía del planeta tierra. La primera bomba, el primer autobús lleno de mujeres con sus hijos apoyados en la cadera nos revolvieron las tripas, despertaron la solidaridad y de paso la ira contra el agresor. El fantasma de ese pepinazo nuclear que acabaría con el Monopoly geopolítico flotaba sobre nuestras cabezas y los ciudadanos amedrentados entregamos las riendas a los dicen que saben.
Europa se puso en pie, se cogieron de la mano las naciones, se reunieron hasta altas horas de la madrugada y por fin hubo fumata blanca. Un decálogo de sanciones económica se desplegó sobre el pueblo ruso y los magnates amigos de Putin. Nos enseñaron los bancos cerrados, los yates confiscados y alguna rubia enfurecida en Faubourg St Honoré porque no le funcionaba la visa.
Todo era verdad porque la realidad es un pastel con muchos ingredientes, pero aquí estamos. Seis meses después, Europa se convulsiona energética, económica y socialmente, y pone a prueba la cohesión occidental, mientras se censura a la primera ministra de Finlandia por divertirse en una fiesta privada. Un país que tiene el modelo educativo más eficiente de Europa, el que posee menos corrupción y un índice altísimo de calidad de vida. Aquí nada sabemos de las fiestas privadas de nuestro presidente de Gobierno; pero haberlas, haylas.
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