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Una playa es un alga dorada, misteriosa, que se recuesta sobre un horizonte familiar, sentimental, cálidamente hedonista. Es plena, cuando la atónita bajamar consiente sus hechuras. Una playa es un tesoro rubio que destapa el verano.
Una playa es una concurrencia de alegrías, un abrazo ... a los nudillos de espuma de las olas. Una playa es una conversación de estío, una guitarra de adolescencia. Una playa es una hechicería sobre los hombros cuando el sol baja o cuando se yergue, prístino, estrenando la vida que es el día. Una playa es un anhelo tras el cristal inclemente del invierno. Un reguero de plata cuando la luna flota sobre la bahía. Una playa es un verso renuente a ser devorado por las olas. Es el inalienable paisaje de la infancia común.
Y ahora, vayámonos a nuestra playa. La Magdalena.
Mi parque de verano era esa playa. Allí aprendí a nadar, intuitivamente, por la pura necesidad de flotar y de progresar en el agua. Desde La Magdalena partí muy niña, a nado, en pos de la isla de los ratones, del Puntal, desafiando la fuerza de la Canal (supongo que ahora estará prohibido). Mucho de lo que siento hacia esta playa está en las primeras líneas de este artículo.
Recuerdo haber hecho mis primeros intentonas con el 'Wind' sobre una tabla guardada en los bajos del balneario del Polo Norte: un edificio muy útil que apartaron del uso para abandonarlo a la ruina. Su cadáver de piedra ahí sigue ahí: descomponiéndose, hasta que cause alguna desgracia. Sin embargo parece haber prisa en retirar ese cadáver, la prioridad es otra.
Resulta abrumador observar que también aquí, en el asunto de La Magdalena, donde la estulticia se toma en serio y despliega una gran autonomía, y aún más, una exuberancia descorazonadora: quienes quieren imponer que el mejor futuro de esta ciudad sea el que más se semeje al pasado.
Es este un debate engolosinado de oportunistas, que han alcanzado gran prestigio, pero su rastro hoy nos lleva hasta la arena de una playa que se desangra. La lógica rema con unos y a otros les lanza al mar con una piedra atada a los pies. Otra vez las piedras y el mar.
Si no se planteara alternativa ninguna, y la playa, sin apoyos, se deshace en pocos años. ¿Quién es y será el responsable?
No son pocos los otros agravios que ha sufrido La Magdalena: su puente derruido, su famosa roca Horadada, quebrada por el mar un día inhóspito. La restauración natural cada año era menor, teniendo que ayudarse por los rellenos anuales que ahora han cesado, o que avienen por la sola condescendencia de algún organismo. No por el compromiso firme.
Ahora las instituciones son renuentes a añadir más arena, es comprensible. Es más entretenido tirar piedras. Pero la solución del espigón, por poco estética, es la única que está, o estaba, sobre la mesa. Si ha habido otras, no se nos ha informado convenientemente a los santanderinos, que somos quienes tenemos que opinar y, si me apuran, decidir, porque es nuestro paisaje, también el sentimental.
El espigón existente ha atraído fauna marina a sus inmediaciones. Ahora se puede nadar a resguardo de la cada vez más poderosa corriente de la orilla.
Con un concurso de ideas, esa lengua de piedras podría embellecerse, menguarse hasta convertirlo en un mínimo esqueleto funcional, disimulado de la mejor manera. El tiempo y el mar acabarían por darle la forma. Y la playa seguiría, escoltada por los espigones, viva a los pies del Paseo de la Reina Victoria.
Si se planteara un espigón exento, de menor impacto, como un submarino que aflora en bajamar y hace su trabajo sin el estruendo de una forma siempre visible, maravilloso: pues que el exento sea.
Pero considerando las miras cortas de la política y los elongados y exasperantes plazos administrativos, lo mismo no vemos ni una cosa ni su contraria en varias generaciones.
Y hasta aquí habrá llegado la playa de La Magdalena: hasta nosotros, que no hacemos nada por preservarla. Hasta nosotros sólo, pero ni un verano más.
Si los santanderinos hemos de ser, por no mojarnos, los náufragos en esa playa borrada por nuestra desidia, ahoguémonos, pues con ella. Ni los mecanismos de la cinética ni los de la lírica van a devolvernos La Magdalena una mañana, como despertados de un mal sueño.
Como para fiarse de nosotros.
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