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Rosa Inés García Militante socialista
Mirábamos arriba para verla. El verano permitía olvidar a Dña Luz, la teresiana asturiana que nos enseñaba matemáticas con más facilidad que a escanciar sidra. El tiempo libre despertaba nuestra curiosidad. Exploraríamos lo deseado tantas veces. Con la ceguera encantadora de los 12 años y el impulso de Toto, recién llegado al grupo con su perro, Listo, subiríamos. La Casa Blanca, enigmática y sola, se alzaba en el monte Buciero santoñés a una distancia que de niñas parecía lejísimos.
Los ojos del Fuerte San Martin, troneras napoleónicas para artillería, observaban el ascenso. En 'Casablanca', película inolvidable, los que huían de la guerra en Europa lloran de emoción al sonar La Marsellesa en el café de Rick, tapando la canción de los nazis. Nosotras no ... llorábamos, pero subíamos con la piel de gallina. Toto, larguirucho valiente que llegó a policía nacional, abría camino sin miedo. Félix Gallego Salmón era su nombre. Y Arruti el apellido del terrorista que acabó, años después, con el latido del corazón de nuestro nuevo amigo.
Al llegar la curiosidad infantil se convirtió en decepción. Puerta y ventana cerradas a cal y canto. Ni gato, ni perro, ni ruido, ¡ni siquiera el abuelo de Heidi atusándose la barba a la entrada! No había nada que celebrar, así que nadie dijimos «Tócala otra vez», como Ilsa pedía a Sam en Casablanca recordando su felicidad en París. Acabada la ensoñación y archivado el desencanto, el grupo siguió junto compartiendo aventuras, confidencias, bailes y sueños tan idealistas como inalcanzables. No encontramos magia ni fantasmas en La Casa Blanca. Con Toto descubrimos algo mejor: aquel verano de 1968, después del mayo francés, «fue el comienzo de una gran amistad».
María Luisa Sanjuan Exconcejal de Cs
Aún no lo sabíamos, pero aquellos veranos alojarían todos los siguientes de nuestra vida. Días luminosos sintiéndonos protagonistas de aventuras donde nuestro mundo de cuatro calles siempre desembocaba en el mar.
El mosaico que el tiempo construye en nuestras vidas tiene sus hallazgos literarios y nombres propios. En los años setenta, Joe Brainard y Georges Perec. El más reciente y español, Jesús Marchamalo. Los tres comparten título convertido en letanía: Me acuerdo.
Por mi parte…
Me acuerdo de nuestra relojería y de todas las tiendas de Rualasal.
Me acuerdo de los Cuadernos Rubio para las vacaciones, mis patines Sancheski, los yo-yós de Fanta y los chicles Bazooka.
Me acuerdo de la Plaza Porticada y la furgoneta de los perritos calientes.
Me acuerdo de los trolebuses, que tenían cobradores.
Me acuerdo de Cioli. No era David Hasselhoff, pero era nuestro vigilante de la playa de La Magdalena.
Me acuerdo de las ferias de Santiago en la plaza de Las Estaciones, del Circo Atlas y los Hermanos Tonetti.
Me acuerdo de los balones azules de Nivea y de la crema que nos dejaba blancos.
Me acuerdo de las patatas fritas del Sardinero en bolsas de papel amarillo y aquel hombre de blanco y gorro altísimo que decía: «Gofri, gofri parisién».
Me acuerdo de las sillas de Capri, los helados de mantecado, la tómbola de Los Jardines y los conciertos de la Banda Municipal.
Me acuerdo de mi padre y de mi madre cuando eran eternos e invencibles. Sin su alegría, la memoria no merecería la pena.
María LuisaPeón Militante popular
Recuerdo a Ramiro. Era el conductor del autobús que nos llevaba a Suances, a la playa de la Concha, cuando éramos niñas. También, que entonces nuestro Google Weather era el trozo de cielo que se veía desde la ventana de la cocina. Así aventurábamos si ese iba a ser día de playa o no. Pura intuición.
Mis primeros recuerdos del mar son ahí, junto al balneario, deseando ver izada la bandera verde. Con 25 pesetas comprábamos al heladero polos para toda la pandilla.
Los recuerdos de esa época están guardados en mi cabeza con ese tono que los filtros vintage les dan a las fotos, creando un efecto retro tipo años 70. Mi memoria es un poco como la memoria histórica: selectiva y reconstructiva. Así que, puede que no se ajuste del todo a la verdad, pero en mis recuerdos las vacaciones duraban los tres meses del verano, hacer la digestión se alargaba tres horas, la lluvia nos visitaba tanto como el sol y sólo pasaban cosas intrascendentes; hasta mediados de septiembre España estaba de vacaciones.
Los veranos han cambiado, pero no para todos. Mientras algunos siguen disfrutando de su merecido derecho a la desconexión, otros aprovechan esta época para perpetrar aquello que resulta más difícil de explicar ya que, entre vacaciones y juegos olímpicos, hay una mayoría que presta poca atención a la actualidad. Si se te tiene que escapar Puigdemont, organízalo bien. Que sea en agosto y con todo el Gobierno desaparecido, que así te libras de tener que dar explicaciones. De momento.
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