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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre esa gran predicación que pronunció el otro día el presidente Pedro Sánchez desde la sede de su partido, parece que para acallar las críticas de bases y pesos pesados, ante lo que muchos consideran ... intolerables cesiones a enemigos del Estado. En realidad, iba dirigida al país entero, a sabiendas de que lo que dijera iba a ser escuchado y analizado por la prensa y por el conjunto de la sociedad.
Los medios han venido recogiendo aquellas críticas a Pedro Sánchez en un relato marcado por la temeridad y el descaro de sus actos, por un lado, y el asombro y contrariedad de los españoles, incluidos los afiliados a su partido y sus votantes, por otro: desde su subida al poder, gracias a una moción de censura apoyada por una amplia variedad de partidos incompatibles con muchos principios democráticos, hasta la reciente aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, apuntalados por esa mayoría, ampliada hasta lo indeseable.
Pero ninguna explicación ofreció el presidente en su oración acerca de ellas; ninguna aclaración de la decisión de gobernar Navarra con los herederos de ETA; ni del abrazo fraternal con Pablo Iglesias, negado tantas veces, sin gallo que lo cantara; ni de la política de «gestos» hacia el independentismo catalán y, por supuesto, vasco, que incluyen el nombramiento de una exministra de justicia como fiscal general del estado -injerencia sin precedentes del poder ejecutivo en el judicial, con los fines que todos sabemos-, la supresión del español como «lengua vehicular» en la educación, el acercamiento de presos etarras, la recalificación penal del delito de sedición o la intentona de indultar, cuando no amnistiar, como pretenden ellos, a los políticos catalanes presos por promover la separación de Cataluña; ninguna justificación del baño económico con que ha regado los votos necesarios, ni de la aceptación de la propuesta de «armonizar», por supuesto al alza, los impuestos de las distintas comunidades; y, lo que parece gravísimo, ninguna defensa del rey ante los continuos ataques con que sus apoyos, incluida una parte de su propio gobierno, desdeñan y vituperan a la monarquía.
El resultado fue casi una hora de oratoria meliflua, cuasi mesiánica, llena de tópicos, eslóganes y autocomplacencias, en la que, por supuesto, no afloró ni una sola equivocación, ni un solo «mea culpa», ni una sola autocrítica hacia nada de lo hecho en el pasado, ni mucho menos en el presente. Al revés, todo lo feliz que pueda ser el mundo en que vivimos, sin «dejar a nadie atrás», se lo debemos a ellos y solo habrá futuro feliz, si reside en sus manos; y cualquier amargura que enturbie nuestra felicidad se la debemos a «las derechas», culpables siempre de deshacer, de enfrentar, de entorpecer la acción de los gobiernos verdaderamente «progresistas» y aun de bloquear el avance del país. Al final de la vacua perorata, nada, silencio sin réplica, al más puro estilo que ya conoces.
Los más sesudos análisis políticos aseguran, a la vista de aquellos actos y gestos, que, en el fondo, el único punto del programa de acción del presidente es mantenerse en el poder. Uno tiende a dudar de tamaña simpleza cruel y de que no haya, en el fondo, una voluntad de servicio a la patria, que requiere grandes sacrificios y renuncias de todos. Los hechos, sin embargo, invitan a considerar esa posibilidad, máxime cuando había alternativas que pasaban por entenderse con otros rivales políticos distintos, que requerirían sacrificios, sí, pero de parte y no de ese jaez; sin dejar a nadie atrás, pero sí de lado a algunos cuyas propuestas hacen indigna la política.
Pablo Iglesias ayuda a entender toda esta escalada de temeridad y audacia, cuando presume de incorporar a la «dirección del estado» a sus primeros enemigos, los independentistas que prometen volver a hacer lo que ya hicieron y a aquellos herederos de ETA, sin siquiera tomarse la molestia de condenar su terrorismo. Y también ayuda Adriana Lastra, cuando ratifica que la política del gobierno, frente a los principios de la vieja guardia, responde a los ideales de una «nueva generación» cuyo único horizonte parece ser impedir, al precio que sea y por el mayor tiempo posible, que vuelvan al gobierno «las derechas». A todo esto, el presidente calla, asiente, otorga.
No es esta la España que yo quiero, ni mucho menos la que siento que merezco.
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