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La pandemia puso a prueba nuestra capacidad para enfrentarnos a un dislocamiento repentino de la realidad. Por una cosa o por otra, todos nos convertimos en epidemiólogos, en virólogos y en vacunólogos, cada cual a su albedrío, por no decir que a su bola. Pero ... hemos pasado de la fatiga pandémica al estupor bélico: Rusia invade Ucrania y de repente nos vemos obligados a añadir a nuestro currículo el título de experto en geopolítica, a pesar de que el punto de partida no es el idóneo: incluso algunos de nuestros cargos públicos -véase en Twitter a Toni Cantó, por ejemplo- siguen convencidos de que el de Rusia es un régimen comunista, lo que no deja de ser tan exacto como suponer que la Junta de Andalucía está en manos de caudillos musulmanes.
Puesto que la ultraderecha española se ha concedido el derecho a legitimar todos los disparates que se le pasen por la cabeza a sus representantes, no duda en achacar a los socios del Gobierno central una complicidad ideológica con el dirigente ruso, lo que no deja de resultar un poco desconcertante, dada la simpatía recíproca -más estratégica que estrictamente emocional- entre Putin y los líderes de las ultraderechas europeas, a las que se sospecha que financia, en parte por sintonía ideológica y en parte por su afán de desestabilizar las democracias occidentales.
En el frente ideológico contrario, algunos socios gubernamentales se han opuesto a la ayuda militar a Ucrania con el argumento, igualmente desconcertante, de que las armas agravan los conflictos bélicos. (Sin duda, sobre todo si no tienes armamento para defenderte de quienes te atacan). Como alternativa, abogan por la vía diplomática con un dirigente que se ha reído de la diplomacia internacional. Gracias a ese espíritu 'flower power', se supone, no sé, que España debería enviar a Ucrania un lote de libros de autoayuda, en el que no podrían faltar 'El arte de no amargarse la vida' y 'Cómo hacer que te pasen cosas buenas'. Por otra parte, renegar de la OTAN en medio de una crisis bélica de alcance potencialmente mundial viene a ser tan sensato como beberte el gas de un extintor en mitad de un incendio para no deshidratarte a causa del calor.
Tanto la pandemia como ahora la amenaza bélica global nos han dado la medida de nuestras fragilidades como civilización, cuyos cimientos pueden tambalearse por un virus y cuyo edificio puede demolerse por decisión de un megalómano con una mentalidad menos cercana a la politología que a la psicopatía. Porque lo impensable acaba siendo posible. Porque así se escribe la Historia. Porque así se empeñan algunos en reescribirla.
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