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Con 'guerras cántabras' no me refiero aquí a la recreación turístico-voluntariosa de las guerras contra Roma (total, para acabar cogiendo el Ryanair a Roma, rezar por el Papa de Roma, comprarse una camiseta de la Roma, encargar una pizza de llevar o de traer... ... hablar latín con artículos determinados...), sino a cosas con las que los cántabros estamos en guerra, bien abierta, bien como «operación especial» rusa, que es poner un caldo de gallina prohibiendo nombrar a la gallina. Eso de que los cántabros somos pueblo pacífico es un mito que la prensa desmiente cada día, y tampoco me refiero ni a las crónicas de sucesos ni a los indicadores de litigiosidad, sino a aquello con lo que andamos contumazmente engarrados (que es una forma de estar 'enguerrados'), en peleas de consecuencias serias.
Afirmación tan corocótica merece una buena demostración por vía de ejemplos, así que la voy a sugerir. En primer lugar, estamos en guerra con la antigua capital cántabra, Amaya, que lleva cuatro décadas importándonos una higa y por la que no hemos movido un dedo, mientras era investigada, abandonada o saqueada por otros. Es más: no hemos sido capaces ni de poner el turbo a la hora de excavar y valorar el pasado romano, sobre todo en el sur de la región. Tardaban menos los góticos en construir una catedral que nosotros en aclarar un pueblo romano de mil habitantes. Seguimos en guerra con Roma, ninguneándola. Los asediadores más dañinos de Amaya hemos sido nosotros, no Leovigildo ni Tariq. Nuestra indiferencia no ha dejado piedra sobre piedra. El olvido hunde más murallas que los cañones.
En segundo lugar, estamos en guerra con los judíos, a pesar de que más de un cántabro procede de los cristianos nuevos en que hubieron de convertirse los que no querían ser expulsados de Sefarad o pasados a cuchillo. Laredo albergó uno de los importantes núcleos judíos de la Castilla medieval, bien relacionado con otros del entorno (como Valmaseda o Aguilar) y a nadie se le da un ardite. Qué menos que un centro de interpretación en la Puebla Vieja, en una localidad que aspira a reverdecer laureles turísticos.
En tercer lugar, estamos en guerra contra cualquier energía alternativa. No queremos nucleares, ni aerogeneradores, ni fractura hidráulica, ni nuevas presas, ni artilugios mareomotrices, ni plantas solares de cierta extensión (proponga usted una en las solanas cántabras y descubrirá que existen más coordinadoras que jabalíes). El cántabro es feliz con la cocina de carbón sudafricano, el gas argelino y el petróleo saudí. A la balanza de pagos y al planeta, tururú.
Tremenda es la guerra contra los empresarios, grandes o pequeños. La tramitación de cualquier expediente de cierta enjundia lleva años, litigios y ninguna garantía. El «riesgo jurídico» de muchas operaciones empresariales se está cargando negocios e inversiones, pero a nadie le importa, pues no se plantean reformas para corregirlo. En el último año, he oído esta queja a al menos tres representantes de importantes sectores empresariales de la región. Es indudable que hay una guerra burocrática contra el PIB de la región, disfrazada de «operación especial» putiniana y vestida de lagarterana jurídica.
Los cántabros andamos igualmente en faenas bélicas contra las personas mayores, porque llevan este año la mayor sobremortalidad de España y no hemos hecho ninguna manifestación en su defensa. Para eso no hay peñistas ni recogida de firmas. Son abuelas y abuelos, esencialmente, y hace días no había ni un triste informe de por qué desde enero andamos así. Si no llega a publicarse en Madrid, la gente se hubiera enterado antes de un catarro de Biden que de la muerte masiva de sus vecinos. El encogimiento de hombros es abrumador.
Hay una guerra abierta contra los peatones, que forma parte de esta guerra contra los mayores. Los peatones de edad, que antes caminaban por las calles de Cantabria a su libre albedrío, ahora andan con cien ojos para no invadir un carril bici o no ser arrollados por el patinete de turno. Tales de Mileto, contaba la leyenda griega, se cayó a un aljibe mientras miraba las estrellas. Hoy hubiera sido atropellado por el electro-patinete. Un vecino suyo, de Éfeso, un poco al norte de Mileto, Heráclito, decía que la guerra era el padre de todo («pólemos páter pantón»). Pues bien, nosotros tenemos en esa significación más padres que una victoria.
-Habla usted solo metafóricamente de guerra, señor mío, replicará el lector.
-Pues sí, pero los daños no son metafóricos, precisamente. Engarrados o 'enguerrados', un destrozo.
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