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No sé cuántas veces habrá actuado Manolo Sanlúcar en Cantabria. Imagino que unas cuantas. Yo asistí, hace muchos años, a uno de sus conciertos, con mi padre, en el edificio hoy conocido como Casyc Up. Sanlúcar al toque y Carmen Linares al cante. Casi nada. ... A mitad del espectáculo, el gran guitarrista se sintió indispuesto y fue sustituido, creo, por su hermano que, para mí -lego en materia musical- lo hacía igual de bien.
Frente al monumental Paco de Lucía, gran figura de la guitarra española y mundial, la personalidad de Sanlúcar me atrajo siempre porque (quizás equivocadamente) yo la vinculaba con un acercamiento terrenal y, por lo tanto, más accesible al arte de la música. El físico de De Lucía y su éxito más allá de las fronteras flamencas se me antojaban demasiado perfectos. A Manolo Sanlúcar lo imaginaba yo en los tendidos de alguna plaza de toros, en el fútbol o en alguna taberna de barrio, improvisando acordes. En realidad, no deja de ser una rivalidad artificialmente creada. Dos genios pueden convivir perfectamente.
Cuando desaparece alguien a quien se conoce a través de la recomendación paterna, uno no puede evitar que se reproduzca el duelo de su prematura muerte. El mundo se vacía un poco más de su presencia; de sus apetitos culturales o querencias estéticas. Se va Sanlúcar y se queda, qué sé yo, Borja Escalona. Las generaciones precedentes, como consecuencia de una clara jerarquía en la formación del canon, podrían ser más o menos partidarias del flamenco, pero todo el mundo conocía a sus estrellas. Existía el velo de la admiración sin redes sociales, sin le intrusión descocada en la intimidad del ídolo y sin las prácticas inquisitoriales del presente.
El cineasta Carlos Saura estrenó en 1995 su película 'Flamenco', cinta que reunía a los mejores artistas del momento. Entre ellos, Sanlúcar, que interpreta una bellísima versión de 'La puerta del Príncipe', junto a Diego Carrasco, Juan Carlos Romero y el coro Las Peligro. Esta comunión de artes distintos, que se conectan para alumbrar una pieza de calidad excepcional, tenía sentido entonces, cuando la cultura no era únicamente un espacio para el esparcimiento hípster y la militancia política. La imaginación permeaba todavía en una sociedad que conocía los orígenes populares de su efervescente clase media y respetaba la música que gustaba a sus padres. ¿Cuántas veces habrán evocado Serrat o Manuel Vázquez Montalbán aquellas tardes de la infancia, escuchando por la radio las coplas de la Piquer? Hoy, en plena fiebre adanista, apenas hay más música que la de los festivales 'indies', ni más cine que las obras inclusivas de las cada vez más numerosas plataformas.
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