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Cuando llegamos a la pequeña iglesia románica, se sobresaltó. Dormitaba en el banco del pórtico, sentada sobre un periódico porque, aunque la temperatura del pueblo palentino superaba los 30 grados, «la piedra está siempre fría». Se despabiló y nos miró con ojillos vivos. Vestía bata ... malva y calzaba zapatillas rosas. Representaba ochenta años, pero acaso tenía bastantes menos. Su vida había sido dura, como daban muestra los surcos de su frente y las manos varoniles, habituadas a trabajar firmes para sacar los mejores frutos de la reseca tierra castellana. Se dirigió al interior del templo y comenzó las explicaciones con la candidez de quien ha memorizado una retahíla: «Ese es Daniel en el foso de los leones. Reza, y la fe le protege de las fieras». Evidenciaba que la imaginería románica es el alfabeto de los menos ilustrados. Ascensión –tal era su nombre– nos habló de Santander cuando finalizó sus comentarios ingenuos sobre los capiteles historiados, porque sabía que veníamos de Cantabria. «He ido a Santander en dos ocasiones: a una boda y a una comunión. Ambas veces lloviznaba. Todo era verde. ¡Qué bendición!». Nos comentó que su vida transcurría atada al terruño, del que apenas había salido. «Ahora que puedo viajar, resulta que me mareo en coche», dijo resignada.
Por casualidad, ese mismo día cayó en mis manos una entrevista a Cayetano Martínez de Irujo. En ella decía que había tenido una infancia muy estricta «bajo la dictadura de las 'nannys'». Más tarde había residido once años entre Holanda, Francia, Bélgica y Alemania. Y había debido hacerse una casa en África porque en Ibiza o Marbella era imposible vivir ante la constante presión de los 'paparazzi'.
Ascensión y Cayetano, aunque a primera vista no lo parezca, son hijos de la misma España. Una versión actualizada de 'Los santos inocentes'.
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