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Seguimos en la batalla, una gran batalla por lo desigual y cruenta. Un sujeto desconocido e invisible, venido como raposo de otras latitudes, nos ha invadido y, como salto de caballo de ajedrez, camina sin descanso, y provoca grandes estragos en la población. Nos ... pareció en principio algo superficial, carente de identidad, poco significativo, pero el tiempo, su aliado, nos ha permitido observarle en toda su crudeza y crueldad, ha invadido espacios sin límite y ha ocasionado desgracias incontables de todo tipo.
Su voracidad ha exigido, como la visita del Señor en el antiguo Egipto, cerrar puertas y ventanas, a cal y canto, ha empujado a sus dueños a la pobreza o a la precariedad, muchas fábricas y diversas empresas han limitado sus plantillas, han pasado los trabajadores a un estado vulnerable por lo inseguro, incluso la sociedad en general ocasionalmente ha sido confinada, ha sufrido de importantes limitaciones de movimientos y de contacto entre sus miembros.
La sociedad en general y los individuos que la componen en particular han sido y son objeto de la invasión del virus, que ha ocasionado graves problemas de salud e incluso la muerte. No distingue a nadie, no respeta a nadie, todos somos sus enemigos, y en consecuencia, en una lucha desigual, estamos en sus garras.
La respuesta ha sido y es compleja, en principio no se sabía quién ni cómo era el enemigo, cómo se movía y cómo atacaba, dónde se situaba el mayor de los peligros, sin darnos cuenta de que el campo de batalla no tiene límites, se extiende a lo largo y ancho del planeta tierra, sin limitaciones ni acotamientos, de aquí que el enfrentamiento es desigual.
Puestos a trabajar en todos los frentes y al utilizar nuestras escasa armas, se pudo conocer mejor al enemigo, se consiguió su íntima estructura, con la que se comenzó a trabajar en la búsqueda de un arma, la vacuna, que le cortara el paso. El trabajo, por lo que sabemos, ha sido intenso hasta conseguir en el laboratorio una síntesis artificial o simulacro de su estructura, que inyectada en el individuo, no produjera la enfermedad, pero fuera reconocida por nuestros anticuerpos, para que cuando el virus hiciera acto de presencia, estos formaran un noble ejército que le derrotara.
Al final llegó la victoria, se consiguió lo que se buscaba, estamos en condiciones de poseer esa suplantación sintética del virus y, en consecuencia, de provocar en el cuerpo de los individuos una gran masa de anticuerpos capaces de derrotar al virus.
Finalizada el arma capaz de vencer al virus, queda su producción gigantesca, distribución e inoculación en el individuo, cuestión de tiempo, para sentirnos libres, para reiniciar nuestra vida perdida, para reencontrarnos con nuestro lugar, para sentirnos seguros y tranquilos en nuestro propio itinerario.
Es, sin lugar a dudas, una luz esplendorosa, que pondrá sentido al sinsentido en el que nos encontrábamos; certidumbre al desconcierto e inquietud en el que vivíamos; serenidad al apresuramiento temeroso, congelador del miedo. La oscuridad ha desaparecido dando paso a una intensa y esperanzadora iluminación.
Este esplendor me recuerda a uno de mis profundos recuerdos situado en el sótano de mi conciencia. En vacaciones, mi padre labrador y no del todo consciente de lo que significa el estudio como trabajo, me ponía a las órdenes de mi hermano mayor, y llegado el verano y con el mis vacaciones, me hacían probar el significado del trabajo en el campo, especialmente en los días de «acarreo». La tarea consistía en, ir por la mies a los campos, transportarla en carro con mulas, y esparcirla en parva, para proceder posteriormente a la trilla.
La salida al campo era muy de mañana alrededor de las 5.00 horas. Los campos estaban lejos, casi me sacaban de la cama, y dormido en el carro, abrigado por una manta, realizaba el camino hasta la finca donde me despertaban. Era la hora de la salida del sol, su luz profunda, nacida de una bola de fuego, junto a su calor que mitigaba mi frío, fruto de la escarcha, jamás lo olvidaré. El sol era el gran protagonista, cubría todo, era como un dueño protector, todo giraba en su entorno, la situación del hato, el lugar donde descansaban las mulas y el sitio por el que se comenzaba la carga.
Su color rojo brillante, su enorme resplandor, su calor en el frío de la mañana, su fuerza y vitalidad, la verdad es que aquel encuentro que tuve con él sin esperarlo, sin pretenderlo, e ignorante del significado, marcó en parte mi vida, porque en el fondo es un luminoso comienzo, cálido y agradable, muy agradable, en aquel frío de la brisa matutina.
Hoy he recordado aquel precioso y sublime momento, y lo he vivido con una alegría equivalente, incluso más rica, al sumarse, la luz, el esplendor y la esperanza de la vacuna, al recuerdo maravilloso de mi niñez, en cuya evocación he realizado un repaso a la totalidad de aquel ambiente y de todas aquellas personas, muy queridas y cercanas, pues las llevaré siempre en mi alma.
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