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Recuerdo con profundo cariño el pueblo donde me alumbraron. Pequeño, no más de cien habitantes, casas de adobe o tapial como la de los antiguos egipcios, calles polvorientas en verano y embarradas en invierno, escuela con múltiples agujeros y carente de calefacción, ni se conocía ... su existencia. Caminos empedrados, cañadas difíciles de transitar, atardeceres con una hermosa puesta de sol. Se acercaban las mulas cargadas con el arado romano y se dirigían, después de ser desprendidas de sus aperos, al abrevadero de la plaza. También recuerdo su fiesta mayor llena de colorido, ruido y alegría, en la que participaban todos sus pobladores.
La familia normal era la extensiva, padres, hijos, normalmente numerosos, a los que se podía añadir algún otro familiar soltero o viudo. Todos eran uno, todos caminaban en la misma dirección. El padre conservaba la autoridad, disponía de enorme experiencia a la hora de sembrar, segar o recoger otros productos. Era respetado, querido y aceptado, podía pecar de autoritario. Vivíamos en el momento en el que se repetía «la letra con sangre entra», pensando por ello que cultivaba una virtud. Suponía un drama para la familia cuando el mozo tenía que incorporarse a la mili en Ceuta, Melilla o el Sahara, era otro mundo del que no volverían en dos años.
Llegó la época de los sesenta, y con ella la industrialización, los movimientos migratorios, la desruralización, y como fruto el despegue de ese clásico apego familiar. Los padres no podían acompañar a los hijos, las viviendas eran de pequeñas dimensiones, además se trataba de un cambio muy profundo. Se produce así un cierto alejamiento, surgen de forma simultánea poblaciones en los extramuros, alrededor de las grandes ciudades, junto al envejecimiento y decadencia de los pueblos
No obstante, todo mejora. La riqueza social y su reparto se hace más equitativo, se incrementan los sueldos y eso permite que los abuelos lentamente se vayan incorporando a la vida de la ciudad junto a sus hijos. Pero al hacerse mayores los nietos, y no ser las viviendas espaciosas y, además disponer de pensiones, surgen las residencias de la tercera edad, que comienzan a recibir a estos mayores. Otros, más acomodados, disponen de una vivienda mayor, por lo que se quedan con sus hijos, en un nuevo encuentro entre la familia.
Otro gran cambio aparece cuando la mujer se incorpora al trabajo. Ambos cónyuges trabajan, y alguien se tiene que quedar con los niños. Los abuelos, comodines y seres sacrificados, participan incluso con su pensión cuando el dinero no llega al final de mes. Ha surgido un nuevo encuentro familiar, ha resucitado un reencuentro, la vida les ha unido nuevamente y todos, los unos porque les quieren y les necesitan, y los otros porque desean seguir al lado de sus hijos sirviéndoles, se regalan, de acuerdo con las circunstancias que impone la vida, con el mejor y más amable de los deseos.
Los niños vuelven a convivir con abuelos, y los abuelos vuelven a tener a sus nietos en sus manos. Se renueva así la familia de la que procedemos, el apego familiar se resucita, beneficia a todos, y todos disfrutan de ello. Pero se incorpora en nuestra vida una partícula 'acelular' y letal, el virus, y todo lo desarticula con el confinamiento. Padres e hijos se resguardan en casa, y abuelos más tristes y solos en la suya, o en las residencias, sin posibilidad de verse. Es el regreso a la lejanía, a la falta de calor, pero no hay alternativa, porque todo se puede empeorar, el 'terrorista' tiene afinidad por las personas mayores, especialmente con varias patologías, por ello la respuesta es esta, y no puede ser otra, de tal forma que en beneficio de todos, hay que respetarla. Hoy, después de escribir dos homenajes, aplaudir por todos los que velan por la salud y el bienestar de la sociedad en su conjunto, y por 'nuestros seres queridos', dirigido a todo los mayores fallecidos, estas letras me gustaría que fueran dedicadas al esfuerzo, trabajo, constancia y especialmente renuncia, que ha supuesto y supone para las familias su separación, su alejamiento, su esfuerzo permanente en la aceptación de hábitos nuevos.
Todo ello ha supuesto un enorme sacrificio, dedicación, entrega y generosidad, además de renuncia. Por ello, la recompensa que han recibido, además de esperada es merecida, al permitirles acercarse al mundo que tuvieron meses en sus sueños, los pequeños inquietos e incluso puntualmente agitados, los mayores siempre regalándose, en actitud de servicio y ejemplo, y siempre vigilantes, y a la totalidad de la familia, sembrando siempre cariño a través del diálogo, y acercándose a través del amor.
Nuevamente, y de forma progresiva, se irá propiciando el encuentro deseado y querido por todos con los abuelos, en las puertas de los colegios, en los paseos vespertinos, o en las comidas familiares los fines de semana. Pero todo ello ha de producirse lentamente, sabemos de la capacidad de destrucción del virus, por lo que las normas, han de ser respetadas escrupulosamente.
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