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La retirada de Pablo Iglesias tras la debacle madrileña permite, al fin, una reflexión sobre su apocalíptica figura y su impacto en la política patria. Mucho se ha movido el tinglado desde su primera aparición pública, agudizándose la crisis general que atraviesa el mundo libre, ... distraído con la pandemia y con todas las identidades en ebullición.
Iglesias irrumpió en nuestras vidas como locutor de una televisión de barrio, al frente de un equipo elocuente y lleno de confianza en sus posibilidades. Desde el principio, el plan consistía en trazar un itinerario preciso para la toma del poder basado en el camuflaje programático y sostenido por los pilares populistas que tan exitosamente movilizaron al personal en América Latina en los primeros años del siglo XXI.
Las banderas rojas y la simbología más inequívocamente izquierdista suponían un lastre electoral y resultaba necesario -eso pensaban Iglesias y su gente- crear una fuerza de élite para un relampagueante asalto al poder. No podían esperar. Era «ahora o nunca».
El movimiento de los indignados del 15M, de tan naíf y blandito, con sus asambleas de catequesis y sus acampadas primaverales, fue rápidamente instrumentalizado por la extrema izquierda, abriéndose un periodo de ataques impúdicos contra un sistema constitucional español que se había quedado grogui por la crisis económica. La casta, el Régimen del 78 y el escrache, es decir, el acoso, como jarabe democrático, fueron términos clave para la batasunización del espacio público. Ante la pasividad de los representantes electos y de unos medios de comunicación incapaces de cumplir con su responsabilidad formativa, fue, poco a poco, imponiéndose un discurso de homogeneización ideológica con Podemos como núcleo irradiador y referencia política.
Ese asalto al poder que pretendía Iglesias no debía demorarse y, para consumarlo, había que despojar al adversario, no únicamente de la razón coyuntural que brota en cualquier debate público, sino de su mero derecho a la participación como interlocutor posible. Deshumanizar al otro, convertirlo en un enemigo al estilo 'schmittiano' -cuya existencia sirve únicamente para despertar el clima de excepción y estimular la cooperación revolucionaria-, era un ingrediente ineludible de aquella estrategia. La proliferación de comisarios políticos fue otra consecuencia desagradable del intento de triunfo de Podemos, por aquel entonces, como recordarán, todavía una fuerza ni de izquierdas ni de derechas. El fracaso de la urgencia electoral y la conversión de Podemos en un partido más, con sus escisiones y con su Galapagar, han terminado con la motivación política de Iglesias. Desde luego, no con su presencia. Volverá, quizás, reconvertido en comunicador estrella. Estaba claro, cuando lo vimos por primera vez, que este individuo, de una forma o de otra, nos acompañaría para siempre.
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