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De forma casual, hace unos días tuve ocasión de compartir una conversación con un ucraniano, persona de unos 60 años que vive en España. Casado y padre de dos hijos, es natural de una ciudad de más de 100.000 habitantes, donde regentaba un pequeño ... negocio que parece que no tenía futuro. Un familiar que vivía en nuestro país le comentó nuestra grata situación y hace más de seis años que vive entre nosotros.
Como es obvio, la conversación, además de a diferentes hechos, se circunscribió a la actual guerra, fruto de la invasión de Rusia a su país, algo que no lo comentó con rabia, ni perdió en ningún momento la serenidad, aunque motivos en mi criterio tenía. Sus dos hijos, hija e hijo, se han quedado en su país para participar, cual ciudadanos ejemplares, en la defensa del mismo, pero incluso contando con lo lejos que está de su patria, la disolución de la estructura familiar y el peligro que corren sus hijos, jamás perdió la serenidad.
Él entendía lo que ocurría, describiendo a Putin como prepotente, soberbio, cínico, y paranoico, con el solo deseo de reconstruir el imperio de la URSS. Para ello no se podía conformar con la división que en su momento se hizo, del terreno y del armamento en el año 1991. El sueño de volver a la primera línea mundial, de adquirir los galones de gran potencia, siempre se mantuvo vivo en Putin y, en el momento que Europa impresionaba de desnaturalizada en su cohesión, aprovechó e invadió Ucrania con la pretensión de neutralizarla para siempre, dividiéndola y desarmándola.
Los estoicos, que nacieron en el siglo IV a de C, y cuyo representante fundamental fue Séneca, siempre defendieron que el individuo formaba parte de la naturaleza y que ésta englobaba a las personas, de tal forma que podía representar las entrañas de aquella. Por esa razón, ambas recorrían el mismo itinerario estando condenadas a entenderse, de manera que una discordancia entre ellas, personas y naturaleza, representaría una catástrofe.
Esta peculiaridad de análisis es evidente: el individuo persiste en la intoxicación de la naturaleza, la utiliza de estercolero, la maltrata, la desprecia, le falta al más elemental respeto, desde tirar una colilla o no recoger los excrementos de una mascota, hasta alterar el curso de los ríos con la reconstrucción de cauces artificiales, o talando y talando grandes extensiones de terreno; restando espacios a los animales habituales, exigiéndoles que convivan en nuestras calles o que sean pasto de atropellos en nuestras carreteras.
El hombre, así, se rebela contra la naturaleza que le da cobertura, que satisface sus necesidades, que le fortalece, que le da vida además de esperanza, pero también se maltrata a sí mismo de múltiples formas. Primero, hacinando dos tercios de enfermedades por sus pésimos cuidados, el sedentarismo, y el estrés, la apatía y desgana, y la locura o desorden mental le invaden, provocando graves e incurables enfermedades, algo que es prioritario para la salud. Los autocuidados se olvidan y surge especialmente la atomización, la obesidad, y las enfermedades derivadas de la misma.
Pero, además, el individuo se rebela contra el otro individuo, la ambición o avidez son insaciables, se enfrentan los diferentes grupos sociales, se va perdiendo cohesión de grupo, los objetivos vitales se difuminan, el sentido de un movimiento armónico desaparece, acude el desorden y la anarquía, brota entonces el fanatismo, soberbio, egoísta, y codicioso, que inteligentemente arrastra a las masas, dándoles lo que no tienen, un sentido nuevo, engañoso y vacío, pero les dan algo a lo que acogerse, surgiendo de inmediato el arrebato, la lucha, el egoísmo, la ausencia de la paz y del sosiego.
Lo peor es que se trata de un hecho que se repite históricamente. La primera guerra mundial comienza simplemente por el asesinato de una persona, no hubo fuerza propia o ajena que supiera imponerse, o proponer nada para equilibrar los diferentes movimientos sociales, todos sabían a lo que se exponían, y nadie consiguió neutralizarlo.
Por esto, hemos de reflexionar sobre la licitud de nuestros deseos, sobre el sentido de equidad de nuestra sociedad, sobre la necesidad de expresar libremente, sin gritos, ni poniendo en peligro o alterando al resto de individuos, nuestros criterios, siempre lícitos, cuando el cauce en el que se exponen es el adecuado. Vivir en paz, es vivir de acuerdo con la naturaleza, decía Séneca, por eso su respeto es vital, y si le suma la solidaridad y cooperación, nos permitirán en su conjunto alcanzar la paz deseada.
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