La soledad

Jaime Rosales en su película 'La soledad' ilumina las escenas con una luz neutral, como si el sol se colara, de igual modo, por las dobles ventanas que encuadran existencias paralelas e inundara uniformemente todo el espacio. Son vidas sencillas, normales y corrientes, que el cineasta representa con sobriedad.

Hoy es el solsticio de verano y la dibujante Ruth Gómez, recién llegada de Japón, aun confunde la noche con el día. Viene cargada de recuerdos en forma de fotos que pronto veremos transformados en dibujos. La imagino recorriendo la brecha que se abre a su paso en un bosque de bambú o circunnavegando el lago para acercarse, lo más posible, al Monte Fuji y captar el rastro de la luna en las aguas. El 'mangata', término sueco que describe ese efecto plateado y vibrante del que nos habla el libro ilustrado 'Lost in Translation'. También la visualizo como el personaje desolado de la película homónima, en la habitación de su hotel o en un bar frente a la pared, sentada a la barra. Es la soledad del artista.

Olivia Laing escribió 'La ciudad solitaria', tras experimentar un intenso sentimiento de abandono después del fracaso amoroso que la varó, sin amigos ni conocidos, en Nueva York. Meterse en la piel de los pintores 'solitarios' y entender el aislamiento del otro le salvó de la depresión. Cada capítulo se lo dedica a un artista; reconozco rápidamente la melancolía de Hopper, me choca la tristeza de un Warhol siempre acompañado, pero el desamparo que más me conmueve es el de David Wojnarowicz.

Para su exposición en la Galería Buades de Madrid en 1988, desplegó esculturas de rostros y moscas empapelados en mapas, fotos tomadas a comunidades de hormigas en el desierto mexicano y muchas de las pinturas-collage que luego pudimos ver en la retrospectiva que le dedicó años después de su muerte el Reina Sofía.

En ese viaje a Madrid ya estaba enfermo y lo único que quería ver era el zoo. Fue al leer el libro de Laing cuando comprendí la inmensa soledad de su mirada, absorta en el enorme oso polar que, intermitentemente, recorría la jaula como un juguete pasado de vueltas. Verle de nuevo en la película de Nam Goldin 'La belleza y el dolor', ha sido rememorar su lucha para poner fin al silencio con el que se trató la enfermedad del sida en EEUU, mortal para tantos amigos y colegas, caídos igualmente en soledad.

El arrojo y la valentía de Wojnarovicz se asemeja en la película al de su amiga Goldin, la fotógrafa, que, cual Goliat, tras intensos años de activismo, ha desenmascarado a la familia Sackler, mecenas de las artes. En sus performances y manifestaciones aparece rodeada de otros militantes, sí, sin embargo, es la única artista que se juega su futuro en las más importantes instituciones museísticas.

Ahora es Ruth Gómez la que en la soledad de su estudio recrea la cueva primigenia. Expone estos días en el Museo de Altamira: diosas de la fertilidad prehistóricas tatuadas y animales salvajes llenos de vida de un tiempo olvidado y remoto. Trabaja reclinada sobre el papel, inmersa en pigmentos, una noche sí y otra también, como en un eterno solsticio. Se esfuerza insomne en terminar un mural de grandes proporciones en el que dibuja desde los primeros signos humanos a las estampidas de los animales, invocando espiritualidad y naturaleza. Y es en esa insistencia donde su don más le asiste.