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Hace muchos años, un neurólogo trataba de hacerme entender qué pasaba por la cabeza de alguien hiperactivo: «Es como si tuvieran dentro a alguien con un mando a distancia, que cambia de canal cada 20 segundos». Me encantan esas explicaciones para torpes, porque suelo captarlas ... a la primera, pero en esta ocasión no llegué a comprender su verdadera dimensión hasta ayer, cuando descubrí que esa persona con el mando en la mano era Martina –15 años, quince–, que viajaba conmigo en coche y se había apoderado del móvil y la cuenta premium.
El asunto es que cada 15 o 20 segundos cambiaba de canción; algo a mí no terminaba de parecerme del todo mal, básicamente porque no eran muy de mi agrado –«¿Por qué la gente mayor le llamáis a todo 'reguetón'?», tuvo el descaro de soltarme–, aunque a ella le encantaban, y se las sabía todas. Pero, no sé si por falta de paciencia o por ansias de escuchar la siguiente, lo cierto es que ninguna sonaba entera.
Comentando el caso con otras personas cabales –de ésas que tampoco saben distinguir 'trap' de 'hip hop' y demás música urbana–, resulta que es algo generacional: ahora las canciones se escuchan así. Es la cultura de lo fragmentario, en la que nadie aguanta hasta el final. Ni los vídeos, ni los artículos, ni siquiera las parejas, que duran menos de lo que se tarda en descartar los perfiles que no te molan en las 'apps' de ligoteo. ¿Cómo van luego a memorizar un temario o tragarse el Quijote?
Lo curioso, sin embargo, es que la llevaba al cine, para ver ésa de la bomba atómica, que dura tres horas. Y, cuando se iba, se dejó en el asiento la novela de mujeres lobo que está leyendo. 608 páginas de nada. ¿Alguien lo entiende?
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