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Por ser un asunto imposible de desgranar en 800 palabras me limitaré a utilizar trazos gruesos. Al contrario del Estado centralizado, que se caracteriza por la organización vertical o jerárquica, la cual ha predominado en el mundo a lo largo de la historia y semeja ... la organización de la familia patriarcal y las grandes empresas nacionales, el sistema federal se caracteriza por una organización horizontal donde el poder del Estado es compartido por las diferentes regiones que lo componen. Este es, por tanto, un tipo de organización más compleja y más difícil de comprender a primera vista. Cosa que no ocurre con el primero pues, por así decirlo, todo el mundo está subconscientemente familiarizado con él desde la cuna.
El Estado centralizado ofrece a priori mayores ventajas y resulta más recomendable en sociedades lo suficientemente homogéneas y cohesionadas. Podría afirmarse, en principio, que el Estado federal surgió como alternativa al centralizado cuando dicha homogeneidad, si es que alguna vez la hubo, se había ido perdiendo y como consecuencia la cohesión era netamente insuficiente. El caso que mejor conozco –Estados Unidos– es a este respecto paradigmático. La colonización de un territorio tan extenso se llevó a cabo por tres países distintos –España, Francia e Inglaterra– con comunidades de colonos netamente diferenciadas e incluso, en el caso de Inglaterra, comunidades que se fueron diferenciando a medida que se desarrollaban. El caso es que el ansia de sacudirse el yugo colonizador de las metrópolis correspondientes les llevó a formar, primero, una confederación, y al comprobar que las metrópolis seguían instigando a unos contra otros para su propio beneficio, un Estado federal en toda regla.
Puede decirse que existen tantas formas diferenciadas de federalismo como estados federados. También en esto se diferencia del centralismo que, con sus particularidades de tiempo y lugar, responde en esencia a un modelo único: un Estado central que ejerce todas las competencias y delega en las provincias su implantación y administración, convenientemente tuteladas desde el centro.
Así, pues, al plantearnos la forma del Estado español la primera cuestión a dilucidar es si el Estado centralizado sigue siendo la fórmula más apropiada para gobernar la España real en que nos encontramos; o si, por el contrario, la supuesta homogeneidad histórica se ha ido desliendo como un azucarillo y hoy la cohesión brilla por su ausencia. A este respecto, hay que tomar muy en consideración el hecho de que los padres de la Constitución, en su sabiduría, determinaron que el Estado centralizado era una utopía trasnochada, y propusieron como alternativa la España de las Autonomías.
En segundo lugar hay que dilucidar si el modelo autonómico, que sin muchos aspavientos puede considerarse una de las múltiples variantes del federalismo, específica para España, ha resultado defectuoso. Entre otras razones, porque la distribución de las competencias entre Gobierno central y Gobiernos autonómicos no está definida con la necesaria precisión en nuestra Constitución y se ha venido considerando negociable, lo cual ha producido toda clase de desigualdades entre unas y otras comunidades.
En tercer lugar, y no menos importante, determinar cuál es la capacidad real y la voluntad real de los partidos de Gobierno –tanto el central como los autonómicos– para llevar a cabo una reforma constitucional que subsane las carencias apuntadas. Teniendo muy en cuenta los intereses que se han creado y han ido acumulándose durante los 45 años de su vigencia.
En mi modesta opinión el grado de dificultad es tal que, como decía Marcial Lafuente Estefanía en sus populares novelas del Oeste: «¡Yo que tú no lo haría, forastero!». Los ingleses, que en sus mejores momentos demuestran un sentido práctico de la existencia envidiable, llevan siglos señalando la necesidad de tener una Constitución. Lo único que tienen es un derecho consuetudinario que se actualiza con todo tipo de precauciones, y una calma que a los ardientes latinos nos hace exclamar «¡tienen la sangre de horchata!»; pero siempre terminan renunciando a lo mejor para seguir disfrutando de lo bueno.
No es mal consejo. Preferible no abrir el melón de la Constitución y limitarse a hacer las necesarias enmiendas, para ir actualizando aquellos aspectos que claman al cielo. Siempre con el más amplio de los consensos de todas las partes implicadas. Es por algo que la Santa Madre Iglesia nunca ha querido modificar sus textos fundacionales, y va añadiendo encíclica tras encíclica, papado tras papado.
Lo que sí habría que modificar es la imposible fórmula para enmendar aspectos sustanciales de nuestra Constitución. Razón por la cual nunca se han introducido enmiendas sustanciales en 45 años. Entretanto, EE UU lleva introducidas 27, las diez primeras sin que pasaran tres años y tres más a los cincuenta. Por cierto, alguna de ellas enmendando lo enmendado con anterioridad. Rectificar es de sabios.
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