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Hay causas justas e injustas –injustificables–, un evidente axioma que no pide demostración. Pero la guerra introduce un «estado de excepción» en el devenir de los acontecimientos y tal excepción consiste, precisamente, en la suspensión de las leyes que rigen nuestras relaciones en tiempos de ... paz, las cuales son sustituidas por las leyes de la guerra. Ahora bien, las leyes de la guerra son las leyes de la naturaleza animal: victoria del más fuerte, del más astuto, del más sagaz, etcétera; no las de la condición humana: la negociación, el compromiso entre las partes, el consenso, incluso la compasión –si se me permite el sesgo humanista–, el predominio de la razón sobre los instintos.
El término «justicia» no aplica a los actos de guerra. La guerra, en sí, no responde al concepto de justicia –de hecho se hace para restaurar la justicia– sino al instinto de supervivencia, en el defensor, y al de dominación, en el ofensor. Para lograr dicho objetivo, tanto uno como otro recurren a medios por completo ajenos a la idea de Justicia que impera en las relaciones pacíficas: todo tipo de armas excepto, de momento, las nucleares; la venganza; la tortura; la matanza de poblaciones civiles, madres y niños incluidos, y de prisioneros; el engaño, la mentira, la tergiversación en la propaganda de guerra. Todo aquello que es ilegal en tiempos de paz.
La causa de Ucrania, en sí, es un ejemplo flagrante (nunca mejor dicho) de causa justa; como lo es de causa injusta la invasión de Ucrania. Cualquier razón que pudiera asistir a Rusia para estar en conflicto con su vecino del oeste dejó de tener validez una vez que recurrió a un acto de guerra para resolverlo. Pero dado que Ucrania también recurrió a la guerra para defenderse, en lugar de a los Tribunales Internacionales de Justicia, y que recurrió a la guerra porque contaba con el firme apoyo de Occidente, éste con sus propios intereses en juego, la prístina pureza de su causa justa quedó empañada por la espesa niebla de la guerra.
Los líderes ucranianos han aprovechado la situación para consumar la autodeterminación unilateral del país, como nación independiente y miembro de la Unión Europea y de la OTAN. Ninguno de esos objetivos tenía el éxito asegurado antes de la invasión. La voluntad de autodeterminación del pueblo ucraniano no era mayor que, salvando las distancias, la del pueblo catalán o el escocés. El pueblo ucraniano estaba muy dividido entre rusófilos y europeístas; pero ahora parece haber una mayoría aplastante pro-europea, y Occidente no ve ya apenas obstáculos para incorporar a Ucrania a la UE y a la OTAN.
Claro que, con el hecho consumado de la invasión, Putin y sus adláteres no solo querían resolver por las malas el conflicto con Ucrania, sino consolidar su frontera occidental, propinar un castigo ejemplar que funcione como aviso para navegantes a los miembros de la Federación Rusa, y consumar el desenganche de Rusia de Occidente y el enganche con Oriente.
Occidente, por su parte, aprovecha la situación para lo contrario (recordemos que las guerras son una ecuación de suma-cero): no solo busca afianzar su frontera oriental con Rusia, sino ampliar el cerco hasta establecer dicha frontera con los límites de China. Obstaculiza así todos los objetivos de Putin y compañía, con el fin de que no solo Rusia sino su Federación se integren de algún modo en Occidente y frente a Oriente.
La justificación de la guerra, la guerra «justa», es una teoría que se remonta a La Ilíada, el Viejo Testamento, San Agustín, intelectuales musulmanes entre los siglos IX a XI, Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, Hugo Grotius… hasta nuestros días, Michael Walter, Thomas Nagel, Elizabeth Anscombe, entre otros.
Pues bien, a la hora de la verdad la tradición de la guerra justa ha sido siempre la primera víctima de las guerras reales. Ha funcionado muy limitadamente cuando tales guerras se producían entre países con una cultura común, en las que una serie de valores eran compartidos por ambos; pero aún en estos casos acababa ocurriendo que el beneficio mutuo de respetar ciertas normas de guerra se rompía cuando a una de las partes se le presentaba una oportunidad sustancial de mejorar su situación. No digamos ya cuando la cultura y los valores de los contendientes difieren; es decir, cuando los contendientes consideran al enemigo «menos que humano», en cuyo caso las convenciones de guerra son papel mojado.
Mi admiración por susodichos pensadores no tiene límites. Su esfuerzo por humanizar los aspectos más animalísticos del ser humano debe ser valorado en toda su extensión. Pero, al final, la realidad siempre termina por imponerse. Las guerras son cada vez más mortíferas e indiscriminadas.
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