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La realidad como pieza de toque» es un lema que aprendí de muy joven –poco más de veinte años– y que he procurado no echar al olvido, por más que a veces resulta bien difícil seguirlo. La semana pasada procuré aplicarlo a Ucrania, esta vez ... lo haré con Rusia. Algunos analistas ven en un golpe de Estado al régimen de Putin la salida idónea a la guerra. Idóneo para Occidente, desde luego, pero que ello sea posible es harina de otro costal. Otros analistas parecen apostar por la muerte del dictador, asunto tan improbable como el precedente. Finalmente, la opción más favorecida es una derrota rusa en toda regla, que forzaría a Putin o a su sucesor a cambiar radicalmente el curso de los acontecimientos. Los análisis que personalmente me resultan más convincentes, apuntan razones de peso para ser francamente escépticos respecto a cualquiera de las tres opciones.
La presunción de que cualquiera de las tres produciría un automático cambio de régimen, no tiene en cuenta la historia ni siquiera la de los últimos treinta años. Los españoles estaríamos inconscientemente condicionados por el éxito de nuestra Transición (1976-1982), lo que nos llevaría a creer falsamente que aquello es la norma y no una gran excepción. El sucesivo éxito de las transiciones en Portugal y España (que nunca alabaremos ni agradeceremos en demasía) contrasta con el fracaso de todas las primaveras, árabes y no, de entonces acá: Hungría, Polonia, Túnez, Egipto, Siria, incluso Ucrania y, desde luego, la Rusia de Yelsin o la Libia de Kadafi; así como los regímenes de Cuba y Venezuela, tras las muertes de Castro y Chaves; por no hablar de Irán e Irak.
La típica transición, que no la extraordinaria, ha discurrido según variantes del siguiente esquema: en el caso de que el líder renuncie, ya sea de forma voluntaria o forzado por el entorno, el régimen autoritario sobrevive esencialmente intacto. La razón fundamental es que el sucesor que se desvíe del estatus quo provoca una seria resistencia de la vieja guardia, que sigue conservando un muy considerable control sobre las palancas del poder. Como consecuencia el nuevo líder tiende a adherirse al programa del anterior, incluida la continuación de la guerra en que estuviera envuelto, pues de otro modo sería considerado responsable de las consecuencias de la derrota.
En el caso específico de la guerra de Ucrania, el nuevo líder se vería atado a una larga lista de asuntos intratables: regularizar el estatus de los territorios ocupados de forma ilegal; pagar a Ucrania la reparación de los tremendos desperfectos que ha producido; afrontar las acusaciones por los crímenes de guerra; por citar los más evidentes. Es decir, que las relaciones de Rusia con los miembros de la OTAN seguirían siendo igual de complicadas, en el mejor de los casos. Tras el fracaso de Yelsin, Putin no sólo continuó el régimen autoritario si no que dobló la apuesta autocrática. Otro ejemplo sería el de Egipto: tras la salida de Mubarak empujando por la primavera árabe y tras un brevísimo interregno de los Hermanos Musulmanes, vino El Sisi y se impuso en Egipto como un Mubarak y medio.
En el caso de la muerte del dictador él sucesor también tiende a dar continuidad al régimen por exactamente las mismas razones. Pensemos en Cuba, que tras la muerte de Fidel Castro y el retiro de su hermano todas las esperanzas de que Díaz-Canel llevaría a cabo una transición a la española hace años han sido abandonadas, incluso por el muy comprensivo Leonardo Padura. El caso más reciente sería el de Venezuela, donde la muerte de Chaves les trajo a Maduro, quien no ha hecho sino elevar las desgracias de los venezolanos a la enésima potencia,
Un cambio de régimen, derrota bélica mediante, sería el último espejismo. Las guerras entre estados vecinos que se disputan un territorio nunca se terminan, incluso cuando el perdedor se ve empujado más allá de un determinado punto del mapa. Es decir, que la conquista o la reconquista no supone el fin del conflicto (en España sabemos algo sobre esto). Incluso si la contraofensiva de Kiev tuviera un éxito sin precedentes y expulsara a Rusia más allá de los límites anteriores a 2014, ello no significaría que Moscú renuncie a continuar la guerra, o viceversa, en el caso de que Moscú consolide sus posiciones actuales. Lo máximo a lo que tanto Kiev como Moscú pueden aspirar, es a que sus avances fuercen al contrario a sentarse en la mesa de negociaciones.
Razones por las cuales todo lo que antecede refuerza la idea de mi anterior artículo: 'El cáliz de Ucrania' (DM 10-7-23). La cuarta opción, un armisticio como el coreano de 1953, sigue siendo la más realista. Merece la pena recordar los errores y aciertos de entonces para imaginar lo que se nos viene encima. Continuará.
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