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Durante mucho tiempo, y sin saber muy bien el motivo, se ha argumentado que la mejor política industrial es la que no existe. Según parece, esta frase se atribuye a Carlos Solchaga, que fue ministro de Economía en uno de los gobiernos de Felipe González. ... La frase, sin embargo, podría atribuirse a cualquiera, pues otros ministros, tantos socialistas como populares, y tanto dentro como fuera de España, la han puesto en práctica a lo largo del tiempo (demasiados años) y del espacio (en demasiados países). El resultado, evidente, es que el sector industrial ha ido perdiendo peso específico en el conjunto de la economía, hasta el punto de venir a representar, en la mayoría de los países y en promedio, solo un tercio del peso del sector terciario, que es, con diferencia, el más potente de todos.
En España, la pérdida de relevancia de la industria se ha producido de manera tendencial, tanto en el conjunto del país como en cada una de sus comunidades autónomas. En Cantabria, que por motivos obvios puede ser la región que más nos interese, el sector ha pasado de aportar aproximadamente el 35% de su PIB en los años ochenta del siglo pasado a hacerlo en torno al 20% en la actualidad; pese a ello, y esto conviene subrayarlo como dato positivo dentro del desbarajuste global, Cantabria sigue siendo, a escala nacional, una comunidad autónoma especializada en la industria, ahora incluso más que en el pasado.
Ante una situación como la descrita y, sobre todo, ante la debilidad (dependencia) industrial mostrada por los países desarrollados durante y después de la pandemia, parece que el péndulo se inclina ahora hacia el lado de tener y desarrollar algún tipo de política industrial, el que sea más acorde a los intereses y necesidades de cada país. Esto, sin embargo, conlleva un riesgo importante, que no es otro que, bajo el paraguas de proteger y fomentar la industria propia, que en eso consiste la política industrial, se acaben implantando medidas proteccionistas que perjudiquen al comercio internacional y que, en consecuencia, terminen perjudicando a la economía propia y, por extensión, a la economía mundial. Vamos, que, dependiendo de cómo se diseñe e implemente esta política, podría ocurrir que el tiro saliera por la culata.
Para evitar que esto se produzca, el acento de la nueva política industrial debería ponerse en dos puntos. El primero de ellos, es que la misma tendría que, por encima de todo, incrementar la competencia, para lo que, además de tener y aplicar una normativa muy clara en favor de la misma, habría que aplicarse de forma decidida en tres frentes: el de invertir continuamente en la mejora de las infraestructuras (de transportes y comunicaciones y, sobre todo, de naturaleza tecnológica), el de promover la formación práctica de la población ocupada y parada (sin olvidar, en ningún caso, la formación humanística), y el de diseñar y aplicar políticas migratorias que, entre otras cosas, permitan atraer talento del extranjero.
El segundo punto sobre el que debería afianzarse la nueva política industrial es que el apoyo que se preste a empresas del sector debería ser limitado en el tiempo y focalizado en unas pocas ramas de actividad. ¿En cuáles? Pues, depende, pero, en general, en las que permitan reducir la dependencia exterior del país, no sólo en lo que atañe a garantizar los suministros de materiales estratégicos (tecnológicos, sanitarios, alimenticios, etc.) sino, también, a la hora de garantizar la seguridad defensiva y energética. El objetivo no debería ser el de sustituir las actuales cadenas de suministros por otras completamente nuevas, sino el de hacernos menos dependientes de las que, con la pandemia y la guerra de Ucrania, han puesto de relieve nuestra vulnerabilidad en todos los frentes mencionados.
Ahora bien, si garantizar la seguridad de suministros parece ser el nuevo mantra, también lo es que no hay ninguna duda de que lo difícil será aplicarlo sin dañar al comercio internacional y al proceso de globalización. Lamentablemente, la nueva política de bloques no ayuda nada a ello; así lo atestiguan, por ejemplo, la reciente ampliación del grupo de los BRICS y, por supuesto, aunque sea obvio que los occidentales deberíamos apostar por ello, el fortalecimiento creciente de las relaciones comerciales, políticas y militares con nuestros aliados tradicionales. Vamos, que hacerlo bien supondrá algo similar a rizar el rizo. Esto, como diría uno de mis nietos, sí que es 'fificil', abuelo.
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