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Entre 1994 y 1999, Cantabria gozó de una inyección global de unos 1.000 millones de euros procedentes de Bruselas, que, bajo el paraguas de las ayudas del Objetivo 1, destinadas a regiones menos desarrolladas, representaron un importante impulso a la modernización y creación de ... empleo en la comunidad. Cantabria se hizo merecedora de esa inclusión al encajar en su criterio esencial: que el PIB por habitante fuera igual o menor que el 75% de la media de la Unión. Al rebasar después ese umbral, entró en un periodo de salida que la privó de dicho caudal de fondos durante la primera década del siglo XXI.
Ese impulso, más el posterior de la creación del euro con el abaratamiento y abundancia del crédito, llevó a Cantabria en 2010 a un 91% de la media comunitaria. Sin embargo, ya ese año empezaron las consecuencias de la crisis financiera, y todos los deberes no hechos (esencialmente la racionalización del sistema bancario y de las administraciones públicas) condujeron al canje de un programa europeo de salvación financiera de España por un programa interno de ajuste presupuestario y devaluación de rentas. Esta política macroeconómica, común a otros países periféricos como Italia, Portugal o Irlanda, condujo el PIB per cápita cántabro a oscilar durante los años siguientes entre un 83% y un 85% de la media europea.
El desplome causado por el coronavirus de Wuhan en 2020 aún redujo ese indicador a un mero 77%. Según Eurostat, al año siguiente había mejorado levemente hasta un 78%. Pero esto, situado en perspectiva, obliga a fruncir el ceño. Dos décadas después de abandonar por los pelos el Objetivo 1, solamente estamos tres puntos por encima del umbral. Y diez años después de recibir el impacto de la crisis financiera internacional, hemos perdido 13 puntos de convergencia.
Esto ha sucedido también en Asturias (-12 puntos) y en País Vasco (-16 puntos), pero menos en Castilla y León (-10 puntos) y Galicia (-9 puntos). La doble consecuencia de la gran recesión y de la gran epidemia ha sido un retroceso de este índice esencial de desarrollo económico, con el resultado de que ahora estamos más cerca del umbral de aquel Objetivo 1 que en cualquier otro momento de los últimos años.
En cierto modo, los fondos europeos movilizados por el covid, más la flexibilidad presupuestaria decretada en Bruselas, son una especie de Objetivo 1 de nuestros días, pero mucho menos claramente enfocados al desarrollo regional, como eran aquellos fondos estructurales anteriores. En efecto, al arrogarse el Gobierno central la vara alta en la gestión y destino de los fondos actuales, Cantabria tiene aún menos control sobre su impacto. Ha sido preocupante por ejemplo el no poder aprovechar fondos inmediatos (como era el React-EU para el equipamiento de terapia de protones en Valdecilla), o el que se denegasen fondos para proyectos declarados estratégicos como el área de La Pasiega o el Museo de Prehistoria y Arqueología (Mupac). Lo de los protones representa quizá uno de los grandes errores de la legislatura, agravado por el hecho de que, con la orientación del Gobierno de España, una amplia donación de Amancio Ortega va a multiplicar el mapa de estas instalaciones por todo el país. Es casi seguro que tendremos que pagar del Presupuesto de Cantabria lo que a otros les va a pagar el mecenas textil. Ocurre aquí algo que tiene un aire a lo sucedido en su día con la Autovía del Agua, cuyos 200 millones prometió el Gobierno Zapatero sufragar, pero que luego tuvo que costear casi en exclusiva el Ejecutivo autonómico. Esos son negocios ruinosos para una pequeña comunidad uniprovincial.
Caer en el Objetivo 1 fue doble fracaso de la autonomía de Cantabria y del Gobierno de la nación a la hora de abordar la transformación del modelo económico de la región tras su ingreso en la Unión Europea. El arranque de la autonomía y del Gobierno socialista se producen el mismo año, 1982, y la caída en Objetivo 1 doce años más tarde fue el resultado de cómo se estaba gestionando (mal) Cantabria. El periodo de ayudas y la euforia del euro parecieron abrir un nuevo camino a la región, pero la oleada de problemas posterior mostró los límites del autogobierno y de la capacidad para captar la atención del poder central.
En precios actuales, un programa de desarrollo de Cantabria debería rondar los 2.500 millones de euros, como mínimo. Cuando pasen las fiebres electorales, habría que centrarse un poco, a fin de alejarnos de la franja 75-85 y dirigirnos a la de 90-100. Haciendo lo mismo, improbable.
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