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Estamos en el otoño de los años cincuenta, disfrutando de una noche fría, pero serena y tranquila, la luna presta su resplandeciente luz, impresiona como un sol naciente. Se escuchan voces, comentarios, risas, a la vez que se observan empujones amables, llenos de ... cariño, así como todo tipo de agasajos, adulaciones sarcásticas y gestos llenos de misterio y complicidades. En conjunto, el grupo de jóvenes vendimiadores se comunica mediante un lenguaje encriptado, solo inteligible para los iniciados, y que componen la salsa esencial o vital, previa a la salida hacia los majuelos.
Las mulas están vestidas con sus aperos, y situadas en sus lugares en los carros respectivos, colocando en algunos una yegua o un caballo por delante de las mulas, que además de marcar el camino, pondrán su inteligencia y su fuerza al servicio de las necesidades de las mulas en su acarreo. En ocasiones, los carros cargados son costosos de mover, especialmente cuando el suelo está embarrado.
Todo está preparado, personas y materiales, especialmente cestos nuevos y cuévanos. Paran en cada cepa y los llenan de uvas. No se recoge cualquier uva, el dueño ha ordenado con claridad que se rechacen las que presenten algún defecto, aquellas secas, y las picadas por los gorriones, amén de las que no estén maduras. También hay que saber cortar bien el racimo, tomarlo por la base y realizar una pequeña torsión sin herir el tallo, o en su defecto utilizar la tijera o la navaja, cortar por la base del racimo. Es un acto sencillo, amable y eficaz.
Ultimados todos los detalles, se dirigen al viñedo por un camino polvoriento y repleto de relieves, fruto de los arroyuelos generados por las lluvias, por lo que el carro da saltos de forma permanente, amén de movimientos bruscos laterales, que la juventud aprovecha para apretarse a modo de precalentamiento del acto supremo de la vendimia: «el lagarejo». De esta forma se llega a la viña o majuelo, donde lo primero es elegir el lugar base donde situar los cestos, que tendrá que ser el que quede más cerca de la totalidad de todos los rincones de la parcela.
En ocasiones se hacían dos bases, situadas cada una en los dos extremos de la parcela, para facilitar el transporte de los cuévanos llenos de uvas, porque las cuadrillas repartidas en pares, cada uno de estos cogen un cuévano, y comienza la recogida de las uvas, van de cepa en cepa, hasta llenarle, y vacían el cuévano en el cesto situado en la base. Siguen de esta forma, hasta recoger toda la uva de la finca o hasta llenar la totalidad de los cestos.
Desde aquí, se podía ir a otra viña para dar por finalizada la recogida diaria, o hacia la bodega, donde descargar los cestos, bien, vertiéndolos por la zarcera, respiradero de la bodega donde se realiza la fermentación de la uva, situada entre 15 y más de 50 metros de profundidad, o bien, descargados a mano por los mozos, que con más de 70 kilos sobre sus espaldas, debían de descender en ocasiones más de 70 peldaños. El regreso se hacía por caminos diferentes del que nos llevó a la finca, y la descarga de cestos suponía otro de los momentos singulares del día. Era la competición de fuerza y destreza, de la facilidad de su transporte hasta la profundidad de la bodega.
El ambiente del camino de regreso estaba agitado, este rescoldo comenzaba a hervir con comentarios, gestos, miradas, complicidades, que ya se insinuaron al principio del día, en la salida, y llegaba la hora del punto álgido, la operación «lagarejo», hecho icónico que daba el sabor especial a la vendimia.
Un grupo de chicos y chicas, jóvenes y no jóvenes, diseñaban el cómo sorprender al novato, al tímido, al presuntuoso, o aquel que había concitado más comentarios, algo que ya se había pensado, por lo que aprovechaban cualquier movimiento brusco del carro, la totalidad de los vendimiadores le cogían, le tiraban del carro, y todos juntos como una madeja, comenzaban la obra de despojarle de parte de la ropa, especialmente la superior, aunque en hombres, en ocasiones, se despojaba totalmente. Así, el señalado, era sujetado por la mayoría de vendimiadores y el resto, traían varios racimos de uvas, que le restregaban por todo el cuerpo, que quedaba pegajoso y repleto de regatos de mosto, acto que se acompañaba con canciones 'ad hoc', ideadas previas al viaje.
Este acontecimiento, suponía el referente supremo del día, y de la vendimia en general. Era siempre esperado e incluso deseado por todos, hasta por el que lo sufría, pues en el fondo suponía una explosión de alegría entre compañeros, además de solidaridad y cariño de todos hacia todos, nadie jamás puso mala cara, todo se desenvolvía en el ambiente más noble, tierno y hermoso, de sinceridad y respeto, era como una catarsis del esfuerzo y el trabajo de todo un día. Hoy todo esto, ha sido superado por la tecnología.
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