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Son 400 millones de personas y representan el 30% de la población: la clase media china. Una pujante masa poblacional que, con ingresos anuales que van desde los 15.000 hasta los 70.000 euros, tienen una capacidad adquisitiva que es comparable a la occidental. ... Ellos son los 'comedores de cerezas'. Desde hace varios años ha venido denominándose 'libertad de las cerezas' a esa capacidad que tienen las clases pudientes chinas de consumir productos importados relativamente caros. Comer cerezas (chilenas, casi siempre), en China, suele ser síntoma de una economía doméstica saneada y de una capacidad adquisitiva que no está a disposición de cualquier chino. La ciudad en la que más cerezas se consumen per cápita es Shanghai. Esto podría parecer baladí, pero, no. Tiene su importancia. Es todo un indicador de riqueza.
Shanghai es la ciudad menos 'china' del país pero es la principal puerta de entrada a China de tendencias disruptivas (el comunismo o el capitalismo, entre otras). En esa ciudad en la desembocadura del Río Yangtzé se estableció por vez primera un mercado de valores, es también donde el mercado inmobiliario nacional vivió su primer boom y la ciudad china con mayor exposición internacional; también por donde entramos la mayoría de los extranjeros que viajamos al país. Es, además de la ciudad más occidentalizada de China, el motor económico del país y el corazón del explosivo crecimiento que ha experimentado su clase media en las últimas décadas. La clase media shanghainesa, a base de esfuerzo, ambición y mucha astucia, ha logrado mejorar su renta per cápita muy por encima de la media del país hasta convertirse en todo un modelo aspiracional para el resto de sus paisanos. En contra de lo que podría esperarse, esta pujante 'burguesía' shanghainesa no ha supuesto un desafío para el sistema de gobierno autoritario comunista. Al contrario, pese a sus habituales viajes al extranjero, su libertad financiera, su amplia oferta educativa internacional o su alto nivel de vida, los shanghaineses han resultado ser grandes aliados de Pekín.
Sin embargo, las durísimas condiciones de confinamiento y control de la pandemia impuestas a la ciudadanía shanghainesa han venido a dejar claro que la libertad de consumo es algo innegociable: la clase media no está dispuesta a ceder un ápice en la calidad de vida que tanto se ha esforzado en conseguir, que ha conseguido y a la que ya se ha acostumbrado. Las expectativas más damnificadas, tras los confinamientos Covid-Cero en China, serán las de las cadenas de suministro globales, las de crecimiento económico nacional para este 2022 y las de reforma en la población china más acomodada. Y, en este punto, resulta interesante volver hablar de las cerezas, como símbolo de riqueza, calidad de vida y libertad pues en ningún sitio de China, como en Shanghai, el consumo define tanto a la ciudadanía.
En Shanghai, a pie de calle, llaman mucho más la atención los aspectos consumistas que los comunistas. Escribe el pensador polaco Zygmunt Bauman en su libro 'Vida de consumo' que el consumismo, como estilo de vida y filosofía vital, transforma a los individuos en productos. Así, es habitual ver en las calles shanghainesas a transeúntes convertidos en verdaderas «marcas andantes» pues el vestir, emplear, usar o lucir esta o aquella marca les permite diferenciarse de otros congéneres que, por disponer de menor capacidad adquisitiva, no se las pueden permitir.
Esta clase de libertad es todo un orgullo para la clase media: la libertad de adquirir o consumir lo que se les antoja. Los shanghaineses se identifican, a través de esa libertad de consumo, con los habitantes de otras grandes metrópolis mundiales. Y, precisamente ahora, cuando Europa y Occidente regresan a una normalidad muy parecida a la del año 2019 y conviven con el virus, ellos se sienten presos de la incertidumbre y privados de esa libertad inalienable: consumir lo que les apetece.
Por vez primera en más de 45 años, millones de chinos de clase media han visto la cara feroz de un sistema que no admite excepciones individuales, en aras de logros programáticos. El resultado es el shock colectivo en el que se encuentra buena parte de la clase media shanghainesa al presenciar, atónita, cómo se despliega implacable la maquinaria oficial restringiendo la que, hasta ahora, parecía una libertad intocable: la libertad de elegir qué vestir, qué comer, qué coche conducir, qué ver o a dónde viajar. Puede parecer una concesión menor, una libertad con minúsculas, la de consumo, pero es libertad y todo un logro.
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