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Todos los días del año se celebran cosas. El sábado, le tocó al libro. Pero nada pasa por insistir, aunque en teoría hoy no toque, en el prodigio que los libros son. Hay asuntos en los que merece la pena perseverar. Parecen los libros, a ... simple vista, poca cosa. Pueden incluso tener cierto aire engorroso por eso de que ocupan sitio, tienden a acumularse, pesan algo y acumulan polvo. Tienen, además, cierto aire aburrido por esa costumbre suya de ser solo lo que son. Te compras un libro y va el libro y nunca cambia, permanece siempre igual, inmutable. Cada libro cuenta siempre lo mismo. Da igual que lo abras hoy o dentro de cincuenta años. En sus páginas las letras impresas están colocadas todos los días de la misma manera y, así, con ese estatismo, aguardan el momento de ser leídos.
Pero los libros, pese a todo, son artefactos tremendamente sofisticados en su aparente sencillez. Ni el mejor ordenador portátil, ni el teléfono móvil de mayores prestaciones, ni la tablet más ligera y eficiente pueden hacer sombra a ese montón de hojas impresas y encuadernadas en las que depositamos desde hace unos siglos nuestra sabiduría, nuestro conocimiento, nuestras historias, nuestras narraciones, nuestras ficciones, nuestros poemas. El mundo digital ha puesto casi todo patas arriba: los discos de música, los DVD, las salas de cine, la televisión, la prensa. Todos, cada uno a su manera, han hincado la rodilla. O se han tambaleado.
Pero los libros no. Los libros aguantan imperturbables el asedio de lo digital. ¿Por qué? En buena medida porque son un soporte imbatible por su sencillez y austeridad: son fáciles de mantener, no necesitan nada. Los abres y siempre funcionan. No tienen batería ni caduca su software ni son sensibles a virus. Pero, quizás, también resisten por su silencio, porque son un oasis frente a un mundo de pantallas que está lleno de ruido. El libro se ofrece y espera con paciencia, es discreto, no molesta, no interrumpe, no reclama, no invade. Solo aguarda. Un poco como el árbol que ofrece con sigilo su sombra. Un poco como el cielo que simplemente está ahí dispuesto a ser observado.
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