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Le tomo prestado el título a Chris Stewart del best-seller que creo que leímos casi todos el verano del 99, cuando agonizaba el siglo pasado mientras nos temíamos que el cambio de dígito (efecto 2000) iba a poner patas arriba el planeta -como ... si no lo estuviera por entonces- y, en consecuencia, nuestras vidas.
No dejan de sorprenderme los 'paraísos cercanos desconocidos'. Seguro que tú tienes una pequeña colección de esos lugares mágicos, geográficamente próximos a ti pero en los que nunca antes habías recalado.
El último de mi colección particular es Novales, un pueblo idílico repleto de limoneros, situado en un enclave privilegiado de Cantabria, muy cerquita de la costa. Un oasis dentro de otro oasis. Tras aceptar la invitación de unos buenos amigos de Madrid (sorprendentemente sin antecedentes de Novales en su árbol 'genea¿lógico?'), bastaron cuatro días allí para hacerme preguntas mientras mis sentidos se entregaban a los estímulos del lugar, como auténticos hooligans, tras un largo invierno de fatiga pandémica.
Sin sentir que necesito un golpe de timón en mi vida, me vi tentado de emular la peripecia vital de Chris en la Alpujarra granadina. Ese volver a empezar que a veces nos ronda cuando damos con un lugar con alma: reformar con mis propias manos una casa destartalada, mimar los limoneros, exprimir el tiempo de otra manera, bajar dos marchas a mi vida, teñir de verde y amarillo mis días, tal vez tener bestias a las que cuidar, componer esa canción redonda que nunca llega, leer los libros que se acumulan en la mesita de noche a los que ganan la partida el sueño y el cansancio que produce este vivir a toda velocidad...
Hablando (escribiendo, perdón) del tiempo: el reloj no avanza de igual manera en todos los lugares. Es una certeza, como que las montañas retienen las nubes. Un segundo no es igual en Novales que en una gran urbe. Del mismo modo que los veranos pasan veloces como el Concorde, aquel avión ultrasónico extinto, y el invierno lleva un ritmo más plomizo, como si no quisiera dejar paso a la ansiada primavera.
Vuelvo a la gran ciudad cargado de productos de la tierra con los que seguir conectado con el lugar que acaba de entrar en mi archivo personal de 'paraísos cercanos desconocidos' y sigo dándole (re)vueltas a lo de vivir 'entre limones' mientras regreso a la esclavitud del teléfono y me pongo al día de mails, wasaps..., tras unas jornadas sin apenas cobertura.
Como dijo Teofrasto, mostrando que el tiempo ya era el valor más preciado hace miles de años, «el tiempo es la cosa más valiosa que una persona puede gastar». De ahí que de vez en cuando nos replanteemos, seria o vagamente, dónde invertirlo.
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