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No soy nadie para opinar en general sobre la persistencia en nuestro tiempo de las desigualdades de sexo y de otras desgracias que afligen a las mujeres, pero hay un aspecto de la cuestión en el que no sería inmodestia atribuirme un poco de ... cercanía y conocimiento, aunque sólo sea por la profesión a la que me he dedicado durante casi cuarenta años. Me refiero al ámbito de la cultura. ¿Existe en ese ámbito, hoy, en el siglo XXI, discriminación o desventaja para las personas de sexo femenino? ¿Existen barreras que impidan su igualdad con el masculino?
Si uno lee las infinitas encuestas o artículos al respecto que estos días se publican en los medios de comunicación, esas preguntas serían retóricas: claro que existen, por supuesto que persisten las desigualdades y las desventajas para la mujer en el mundo cultural. Y luego, entrando en detalles, se va comprobando que las señoras que contestan a esas encuestas y que escriben esos artículos se quejan amargamente -más amargamente que las señoras de otros ámbitos- porque no se sienten tan valoradas como los hombres, porque no ganan tantos premios como los hombres y porque no ocupan tantos cargos de mando como los hombres. Y están dolidas y agraviadísimas, lo están sinceramente, como si de una cuestión personal se tratara.
Lo es, ciertamente: una cuestión muy personal. Tan personal como lo es todo o casi todo en el círculo de la cultura, máxime si lo ceñimos a ámbitos provinciales. Pues lo primero que aprende quien entra en ese círculo, y más quien ha trabajado en él unos cuantos años, es que en la cultura, en la literatura, en la música, en las artes plásticas y escénicas, no hay nadie que no se sienta agraviado, cuando no ignorado o invisibilizado, nadie que no se sienta tratado injustamente por alguien, discriminado por esto o por lo otro. Nadie, ni mujer ni hombre. Todos los hombres que escriben, que pintan, que cantan, que componen, que actúan o que danzan están seguros de merecer mucho más de lo que tienen. Están convencidos de que por ser de esta o aquella ideología, o de esta religión o irreligión, de esta clase social o de esta forma pura y honesta de ir por el mundo, se han visto relegados, postergados, en beneficio de otros hombres o mujeres de muchos menos méritos indudablemente.
Y es que la vida cultural es así. Una inmensa fábrica de agraviados. El sujeto cultural es en origen, por naturaleza, un soñador, y el soñador es creativo, y el creativo es un poco vanidoso, un mucho iluso y romántico; y el romántico siempre acaba en la melancolía, en la decepción, en el desengaño y el resentimiento. ¿Hay alguien que no sepa todavía esto?
Claro que muchas mujeres van por ahí con un medidor de jerarquías y constatan que hay más señores que señoras en cargos directivos. Son más los hombres que mujeres quienes cortan el bacalao, aún hoy. Podrá ser. Pero el caso es que hacen de eso, que es una cuestión puramente estadística, reflejo de un hecho sociológico que viene del pasado, una ofensa personal, lo cual es un pelín ridículo. Una mujer que no ha obtenido ningún galardón de importancia o que no ha sido llamada todavía para dirigir una fundación u oficina cultural, podrá pensar, si quiere, que no hay derecho a que se sigan olvidando de ella, pero si se le ocurre pensar que se la veta por ser del sexo femenino, bastará con que se entere de que también hay muchos hombres, tal vez más que mujeres, que aspiran a un galardón o a un alto cargo y que tampoco lo consiguen nunca. Porque la vida cultural es así. No da ni puede dar gloria y premios para todos. Injusticias en el reparto, haylas. Pero, ¿menosprecio por razón de sexo? Más bien pudiera ser que hoy fuera ya justo al contrario.
Todavía recuerdo a un amigo escritor, allá en el León de principios de los ochenta, que buscaba editorial para sacar una novela, y tras una serie de negativas por silencio administrativo, la presentó con el nombre y currículum de una amiga, foto incluida. No llegó a publicarse porque era mala, pero su novela fue al menos bien leída y valorada. Ya entonces, en los 80, ser mujer vendía más.
Tal parece que estas señoras agraviadas no aspiran tanto a ser buenas escritoras, buenas artistas, buenas galeristas, o músicas o actrices o empresarias, como a escalar en la jerarquía de la sociedad cultural. Aspiran más que nada a mandar. Y aunque ya sabemos que la gran consigna del feminismo es el poder, tomar todo el poder posible, una pulsión ciega, digna de ser contada por todo un Schopenhauer, uno esperaría al menos que las mujeres cultas, cultivadas de mente y espíritu, fueran un poco más lúcidas, un poco más libres, y se dejaran arrastrar un poco menos por las modas y los dictados sociales.
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