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Somos el único animal que vive deprisa. El resto, por veloces que sean, no se aceleran. Un guepardo va a su ritmo, que no es el de ir a todo correr a todas partes, aunque pueda alcanzar los ciento veinte kilómetros por hora en plena ... cacería. Un halcón peregrino cae en picado desde lo alto del cielo para sorprender a su presa, pero lo hace, a su manera, despacio, porque es ese vértigo lo natural. Igual que los vencejos que cruzan el aire como si fueran proyectiles y se duermen así, en pleno vuelo, mientras atraviesan velozmente el aire. La velocidad de los seres humanos es distinta: se trata de una construcción ajena a la naturaleza.
Esa aceleración artificial, alejada del ritmo que es propio de las cosas, se hace patente en las ciudades. Se quiere hacer todo lo posible en el tiempo que se tiene, exprimir la existencia. Con un matiz: vivir una vida deprisa no implica vivir más, sino vivir esa vida deprisa. Solo eso. La vida que se vive es la misma: una. Tras la necesidad de acumular experiencias de forma frenética hay una pulsión que tiene que ver con una sociedad que se centra en la producción, el crecimiento sin fin y el consumo. Hoy, me parece, se acaban aplicando a la mera existencia esos principios. Y pasa lo que pasa, que se hace mucho (ante el temor de que la muerte llegue y no se hayan consumido experiencias suficientes que hagan que la vida haya merecido la pena) pero se cuida lo justo lo que se hace. O se pasa de puntillas por lo vivido, sin profundizar en nada porque hay que saltar rápido a otra cosa distinta, y no se encuentra un sentido. De fondo, queda cierto vacío, una insatisfacción permanente (el deseo consumista se basa en eso) y un gran cansancio. Como el ciclista que va con lo justo pero, pese a todo, aprieta los dientes y en plena ascensión baja un piñón más y siente una presión cada vez mayor en el pecho y no ve, en esa ceguera, ni el puerto de montaña que está ascendiendo. Pero sigue. Hasta que revienta.
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