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Si no fuera por las tragedias, no habríamos conocido a tantos personajes fundamentales de la historia. Es una paradoja que funcione así el relato de la humanidad, a base de desgracias, pero el dolor tiene un punto deslumbrante que muestra la fricción entre nuestras motivaciones ... y la realidad. El pensamiento occidental empieza en tragedias griegas como las de Antígona o Edipo y, sin embargo, en esa tensión entre las acciones de los humanos y sus circunstancias siguen saliendo a diario excusas para darle una vuelta de tuerca al género del sufrimiento. Por ejemplo, como hacemos con el complejo de Edipo, ¿en qué tipo de complejo se convertirá con los años el nombre de Koldo, lo usaremos para referirnos a la falta de escrúpulos o a la astucia del que ve en el miedo un motivo para el negocio? ¿Existirá el síndrome de Ábalos para referirnos al que se niega a asumir una responsabilidad por tener en su equipo de confianza a alguien execrable?
A pesar de tanta tragedia, estos días he pensado en un héroe: pienso en Aquiles cuando veo en televisión suplicar mirando al cielo a la atleta de pentatlón María Vicente, herida de dolor físico y emocional al romperse su heroico tendón cuando estaba a punto de saltar el listón de 1,73 metros y coronarse en el Campeonato del Mundo que se disputaba este fin de semana en Glasgow. La veo llorar sobre la colchoneta y me pregunto si no hemos reventado la noción de héroe, si algo en el mundo no marcha bien cuando los malos se superan y nos superan, y los buenos se quedan abajo, debajo, boca abajo.
En 2019, María Vicente formó parte de una revolución generacional del atletismo español. Volaba, entre otras, junto a Salma Paralluelo —hoy dorada futbolista—, y se adivinaban más laureles tras sus marcas. Cuatro años después y una pandemia, renuncias y mudanzas mediante, aspiraba al oro como anticipo a los Juegos Olímpicos de este verano. Iba a ganar. Tenía la mejor marca mundial de la temporada y tenía que ganar. Debía ganar. Pero el deporte es ese escenario donde es posible creer en los dioses, en seres alados, en la perfección, hasta que llega la tragedia y la realidad vuelve a ser ese espacio donde nos enteramos de que ínclitos ayudantes de un ministro se forran vendiendo mascarillas, mientras la mejor atleta de España se rompe precisamente por donde mueren los héroes. Si no fuera por su tragedia, la de romperse el tendón de Aquiles, no sabríamos hasta qué punto estamos rodeados de héroes y no solo de villanos que nos avergüenzan. Es la paradoja de la historia de la humanidad, el síndrome del realismo del dolor al que habría que ponerle nombre.
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