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Ahora que la tecnología cuantifica nuestros afectos, es posible saber cuánto nos gustan las fotos antiguas. Cada vez que publicamos en el periódico imágenes del Santander antiguo, de Reinosa o de un Torrelavega previos, se nos va el dedo y las cifras de visitas en ... la web se disparan. En eso el algoritmo no miente: nos fascina ver el pasado reciente, ese en el que están alojadas nuestras vivencias en escenarios que ya no existen, esas plazas sustituidas por nuevos horizontes, los escaparates de comercios que han dado paso a otras tiendas, los solares donde ahora hay urbanizaciones. Y también nos fascina el pasado remoto, el que no habitamos pero reconocemos como propio.
Me pregunto por qué nos sentimos identificados cuando, antes de estar nosotros, estaban esas calles por las que pasaban carromatos llevando leche desde Polio al Alta aunque no lo viviéramos, o cómo era la capital cuando el mar entraba hasta la Atarazanas y nuestro futuro como sociedad se apuntalaba en los barcos pesqueros que allí atracaban. ¿Y más atrás? Más atrás las imágenes de la ciudad que habitamos dejan de ser fotos y nos toca reconocernos en mapas, en litografías, en incunables, en páginas de piel de cordero donde se escribieron las primeras palabras y con ellas la Historia. ¿Y más atrás?
Antes de eso, estamos en las paredes de las cuevas retratados en perfiles de bisontes y en manos, estamos en bastones de mando tallados en cuernos, en los restos arqueológicos de lo que fuimos bajo el suelo que hoy pisamos con zapatillas de deporte, con coches eléctricos, con móviles en la mano que hacen fotos de todo lo que va a desaparecer. Porque lo que nos rodea va a desaparecer, salvo lo que quede a buen recaudo en el Museo de Prehistoria que hoy se empieza a construir. Una urna dará fe de ello. Al fin, seguimos a salvo.
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