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Una amiga ha pasado todo el mes de noviembre en un pueblo perdido de Suecia gracias a una beca literaria que recibió para escribir. Ha vivido en una casa rodeada de frío, bosques y vientos, sin semáforos ni cines, en el Mar del Norte ante ... un archipiélago de mil islas. Escribir con frío es como cualquier otra cosa que haces con frío; es incómodo, pero nada más. Sin embargo, en medio de un paisaje en el que el clima pone a prueba la resistencia de la naturaleza, algo también puso a prueba su propia resistencia –que es la de todos– a la hora de observar lo que le rodeaba. Se acostumbró a pasear bajo cero, y un día llegó a un lago donde vio que dos mujeres se estaban desnudando. Estaban a punto de hacer algo tan típico como anormal en esas latitudes: bañarse a -12 grados. Se metieron en el agua en bañador, con un gorro de lana y guantes térmicos cubriéndoles manos y pies. Pasaron tres minutos, ni uno más, y luego salieron y siguieron con su vida, porque allí, en Suecia, eso es parte de la vida.¿Qué necesidad hay de meter tu cuerpo en ese agua gélida, de dolerte y temblar?, es lo que le pregunté a mi amiga cuando me lo contaba. Pero ahora que vuelve a España con un manuscrito esbozado en la maleta, sé que mi pregunta era torpe y simplista. Lo supe días más tarde, cuando paseando con paraguas cerca de la bahía de Santander vi una cabeza que avanzaba por el agua planchada, un agua gris como la boina de nubes que cubría Peña Cabarga en ese instante; lo supe al observar la simetría del cuerpo del nadador avanzando sin otro propósito que ese, el de flotar con fuerza, sin mirar el paisaje sino formando parte de él, dejando tras de sí una estela que enseguida desaparecía. Llegó a la orilla, y siguió con su vida, porque también aquí, en Santander, quedarse quieto es vivir helado. Y no de frío.
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