La sed

Para indagar en este concepto, el festival convocó un taller de escritura y artes plásticas, y una de las actividades consistió en pasear con sed, es decir, observando, pero sin buscar ver nada en concreto. Fuimos por la zona de Entrehuertas, subimos y bajamos escaleras que muchos desconocían. Nos fijamos en las fachadas pintadas, en los frutales, en los callejones por los que nunca pasa nadie, salvo los vecinos. Éramos un grupo y nos miraban por las ventanas, ventanas de las que salían los olores domésticos, los sonidos íntimos de la televisión, de los teléfonos, tan cercano el espacio privado de lo público que se mezclaba el barrio con el salón. No lejos de allí, las banderas estaban a punto de llenar la Plaza de Pombo, y mientras un vecino tendía la ropa, otra desde la acera le contaba sus planes de futuro y una chica cantaba en la terraza inundando de copla urbana el valle del Río de la Pila. En otra plaza, alguien salió al balcón con una sartén a golpear la barandilla y espantar los estorninos que ocupaban su palmera, el único árbol entre edificios de hormigón.

Ahí había una ciudad diminuta, y entre tanta fachada superlativa, descubrimos un Santander donde la naturaleza se abre camino y campan animales y brotan ramas entre muros abandonados, hoteles de diseño y un funicular, ¿acaso no conviven los extremos en las ciudades? Hagan la prueba, salgan y observen como si tuvieran sed, verán qué distinto es todo cuando nos fijamos.