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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre una conversación telefónica que mantuve el otro día con una amiga. En ella salieron a relucir esas dudas que a todos nos asaltan acerca de la forma de cumplir con las normas y las muchas incoherencias ... que esas normas nos plantean. Cuando todo estaba prohibido, todo estaba claro; sin embargo, desde que los «expertos» diseñaron el llamado «plan de 'desescalada'», las autoridades han dictado reglas, expuestas con toda solemnidad, que nos dicen, a priori, qué, cómo, cuándo y dónde podemos hacer algo o no; a posteriori, sin embargo, traducidas por la prensa y por la experiencia de la vida diaria, percibimos lo incongruentes, ridículas e incluso, a veces, absurdas que pueden llegar a ser.
Así, ahora mismo en varias comunidades podemos ir a tomar algo a las terrazas cuando queramos, pero no ir de paseo más que a ciertas horas: ¿quién puede, sino tú mismo, reprocharte que salgas a deshora, si siempre puedes alegar que vas a una terraza o, si es el caso, al supermercado o a la farmacia? Tampoco puedes en tu localidad de más de «x» habitantes hacer deporte fuera esos lapsos; pero nada te impide desplazarte a otra localidad que no tenga tantos habitantes para hacerlo. Si decides quedarte en tu ciudad y salir de paseo por ese parque que está a no más de un kilómetros de tu casa, no será raro que te veas inundado por gente que ha tenido la misma idea que tú o por deportistas que, necesariamente en el mismo horario, exhalan su respiración y su sudor sobre ti cuando intentan adelantarte o esquivarte. Tampoco puede abrirse un local de más de 400 metros cuadrados, aunque sea de modo controlado, pero sí los mercadillos donde gentes sin control circulan o se acumulan libremente. Puedes ir de monte en una excursión organizada por una empresa autorizada, pero no solo por tu cuenta. O puedes, en fin, por no seguir hurgando en la herida, leer el siempre manoseado periódico de un bar en su terraza: dice la OMS que apenas provocaría contagio; pero no puedes coger un libro que acaba de consultar un colega, sin que pase cuarentena de 14 días.
Al margen de que muchas veces esas u otras incongruencias más graves suele repararlas el gobierno, a base de modificaciones parciales de sus decretos, hay un factor que actúa como denominador común de las limitaciones y que anima a cumplirlas, pese a ser tan discutibles: el miedo. Miedo, en primer lugar, a la propia enfermedad, a contagiar y a ser contagiado; de ahí que muchas personas, incluso jóvenes, ni siquiera se atrevieran a ir a la tienda en busca de víveres: o los encargaban a domicilio o se los traían vecinos o familiares. Miedo, además, a la sanción administrativa, a sentirte delincuente cuando, como me pasó a mí, me vi interceptado por una abnegada patrulla policial y tuve que dar cumplida explicación de deberes inexcusables. Miedo, también, al reproche social, al vecino que sin saber nada de ti, de tus circunstancias, de tus necesidades, de tus obligaciones, considera que no cumples como debes y te amonesta, cuando no te denuncia: ¿te acuerdas del niño autista cuya madre recibía insultos desde las ventanas? Mucha gente en este tiempo se ha convertido en comisario de barrio o de portal, al más puro estilo del régimen cubano, en censor vigilante de costumbres, personas y hasta amigos. Miedo, en fin, a la propia libertad: ¿no conoces a mayores o no tanto que desisten, incluso ahora que se puede, de salir de casa por miedo a enfrentarse a las inseguridades de la calle? El miedo en ellas, tras horas y días de radio y televisión, viendo y escuchando horrores y advertencias, ha arraigado; si no las sacaras de la hogareña fortaleza en que viven encerradas, quizá ya no saldrían nunca.
No creo que a estas alturas haya nadie que dude de la eficacia de las medidas de confinamiento que hemos sufrido los ciudadanos de todo el mundo. El Gobierno ha hecho, con mayor o menor acierto y coherencia, lo que creía que debía hacer. Pero tengo para mí que precisamente en la duda y en la incertidumbre, capaces de provocar miedos, ha tenido, no solo un aliado con que sacarnos de esta situación, sino también un socio, tal vez inesperado, con que mantenerse en el poder.
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