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Antes de que estallara la pandemia de covid, había en el mundo catástrofes y plagas de sobra para estremecernos. Conflictos armados esparcían muerte, violencia, diáspora y hambruna en Yemen, Mozambique, Sudán del Sur, República Centroafricana... Nos habíamos 'acostumbrado' a esas atrocidades que quedaban a una ... cómoda distancia. Con la peste vírica no pudimos mirar hacia otro lado porque atacaba por todos nuestros flancos. Pareció que el resto de males era nada. Y, sin embargo, allí donde la vida ya era inmunda, el virus pasó tan inadvertido como polvo de escayola entre la harina.
No sé si la sociedad poscovid es mejor o peor que la anterior. En todo caso, que no nos confunda la dimensión del desastre que ocasionan unos pocos tipos peligrosos con poder. El coronavirus ha acabado de endemoniar a Putin, pero su tropelía en Ucrania ha desatado una corriente solidaria sin precedentes. Miles de personas viajaron hacía el país invadido y regresaron de las fronteras con sus vehículos particulares llenos de refugiados. Fue una respuesta emocional, desordenada, que forzó la reacción oficial. Los gobiernos nacionales y el Consejo Europeo tuvieron que agilizar y ampliar sus propósitos de ayuda, acogida y protección.
Lo más difícil en las crisis humanitarias es prorrogar la implicación social una vez que se enfría la conmoción. En el verano de 2021 Afganistán acaparó la atención internacional durante semanas, con la salida de las tropas de EE UU, la usurpación del poder por los talibanes y las apuradas evacuaciones de civiles. El interés por el drama se consumió como el último fuego del día en una chimenea. Pero si removemos los rescoldos vuelven a flamear las brasas de realidades muy candentes. Familias empobrecidas o con deudas venden a sus hijas de seis, nueve, doce años por un precio de entre 1.000 y 2.500 dólares. Algunas todavía son bebés cuando las entregan en matrimonio. Ese mercadeo viene de antiguo y crece a la par que la miseria.
Lo vemos en los reportajes. Niñas pequeñas de ojos grandes son vendidas a hombres viejos y barbudos. Los padres de esas chiquillas dicen sentir «vergüenza», «pena», «desesperación», pero todo eso junto lo soportan mejor que el hambre. En la naturaleza hay mamíferos y aves que sacrifican a parte de sus crías para que prospere el resto de la camada o la nidada. En los animales sólo es instinto, no hay conciencia ni moral. Supongo que los humanos también relegamos la ética cuando está en juego la supervivencia.
Los periodistas debemos mostrar el horror, aunque incomodemos a la audiencia. Cuando las portadas retratan la crudeza de lo que ocurre fuera del alcance de nuestros ojos, hay lectores que se indignan mucho más con el mensajero que con el mensaje. Me pregunto si parte del enfado no obedece a que esos vídeos y fotografías nos colocan frente a una realidad que preferimos ignorar y nos obligan a plantearnos nuestra propia actitud ante tamañas desgracias.
La información agita conciencias y mueve a la acción, al menos mientras dura su impacto. ¿Alguien ha olvidado la imagen del niño sirio Aylan Kurdi muerto en la orilla de una playa turca en 2015? Lo dudo. Y sin embargo creo que pocos recordarán las más recientes noticias sobre naufragios de pateras. No queremos que nos fuercen a mirar. Pero a veces es preciso que los que no pasamos hambre también sintamos «vergüenza», «pena» y «desesperación».
En el apogeo de la pandemia de SARS-CoV-2 metimos las cámaras en las UCI y en las morgues como antídoto contra la incredulidad, el negacionismo y la inconsciencia. Con la guerra extemporánea impuesta por el gobierno ruso en Europa, los cadáveres han vuelto a primera plana. No se trata de caer ni en el morbo ni en el mal gusto. Se trata de demostrar hechos. En la era de la posverdad es necesario enseñar muertos y fosas para combatir la manipulación y la distorsión deliberada de la realidad. Aunque observar la verdad duela, exponerla no debería ofender.
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