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La niña rubia tiene ocho o nueve años y unas largas trenzas que no están de moda, como tampoco lo está su ropa modesta y limpia. «¿Vas bien, abuelito, nos paramos, quieres que nos sentemos?», pregunta. El hombre a quien acompaña camina despacio y con ... cierta dificultad, se apoya en una cachava y viste un abrigo gris que conoció, sin duda, tiempos mejores. «Gracias, hija, voy bien, sigamos», responde, mientras acaricia suavemente la mano de la pequeña. Es la tarde de Nochebuena, y tal vez decidieron dar un paseo antes de la reunión familiar en torno a la mesa. Lo que hablan es lo de menos. Importa la escena, no la palabra sino el cuidado y el respeto que la niña muestra hacia el abuelo y la mirada de cariño que el abuelo devuelve. Asoman las sombras y hace frío. Poco a poco, cruzan el paso de peatones y se pierden, muy juntos, en la distancia.
La iluminación de esta Navidad es elegante en unas zonas y magníficamente hortera en otras, entiéndase como elogio, con el efecto colateral de ahuyentar las tinieblas de las calles y los jardines céntricos. En la plaza del Ayuntamiento se impuso la desmesura de los muñecos gigantescos importados de fábricas de sueños ajenas a nuestra tradición de siglos, pero es solo un anacronismo nuevo, porque persisten los improbables campos nevados en los nacimientos de siempre, aunque reemplazamos aquí las figuras de artesanos de oficios diversos por los cántabros zuecos o el paisaje urbano santanderino, cual es el caso del belén del Mercado del Este. Son fechas para el disfrute de los niños, que culmina con la venida de los Reyes de Oriente, a quienes les queda demasiado corta la noche y carecen de tiempo para visitar los hogares más necesitados de Cantabria.
Ya no vemos a la niña y al abuelo. Estarán llegando a casa, y siquiera sea el alimento humilde, cenarán. Pero volvemos a los años pasados, ocho apenas, de aquel anuncio emitido por televisión lamentablemente cierto, humanamente triste y visualmente hermoso. La madre mira a su hijo y le da pan con pan por desayuno. El niño mira a la madre, comprende, coge ese bocadillo mágico, pan con pan, «y yo decido lo que lleva dentro». Dentro no hay nada. Aquello que mostraba la publicidad era real en las escuelas. Los niños se mareaban en clase porque no comían o comían mal. Estamos ahí de nuevo. Dicen que mejora la economía, pero los niños que viven en la miseria -uno de cada tres en el país, uno de cada cuatro en Cantabria- no se han debido de enterar. Muchas familias pasan hambre, mientras el Gobierno pone España en almoneda.
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