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Por si no tenía claro el paralelismo entre la opresión de los negros y la sumisión de las mujeres a manos del hombre blanco, acabo de revisar un libro recién publicado sobre Faulkner -laureado con el Nobel de Literatura en 1949- donde se ... analiza la conflictiva relación de este hijo del sur norteamericano con la segregación/integración de los negros. Mientras lo leía me saltaba continuamente a la vista la semejanza entre el movimiento por la igualdad de los negros y el de las mujeres, sus aciertos y ¡ay! sus errores. Para decirlo todo, entendía muy bien los sentimientos encontrados de Faulkner respecto a la negritud porque tengo sentimientos encontrados respecto al feminismo.
Como hacía Faulkner respecto a la negritud, hay que afirmar por adelantado que la posición del feminismo «es correcta moralmente, legalmente y éticamente». Faulkner no se quedaba ahí, ante la exculpación del asesino de un negro de 14 años que declaró: «si América ha llegado al extremo desesperado de que se deben matar niños para defender su cultura [la hegemonía blanca] no importan por qué razón o por qué color no merecemos sobrevivir y probablemente no sobreviviremos». Lo propio pienso yo cada vez que se mata a una mujer «porque era mía». Faulkner entendió como pocos la magnitud de la tragedia, que no sólo afectaba a los negros sobre cuyas espaldas se había levantado el sur, sino a los indios americanos, que habían sido despojados de sus territorios para construir sobre ellos la nueva nación. Faulkner reconocía, a través de sus personajes, el origen rigurosamente ilegítimo de un proyecto que precisamente por ello se había degradado; pero el ciudadano Faulkner había nacido y crecido en el sur, pedía con la cabeza que el necesario cambio se hiciera despacio y razonablemente mientras su corazón pedía que pase de mí este cáliz. El novelista era claramente superior al ciudadano. No obstante, la ambivalencia de Faulkner tiene su punto: el tejido industrial, pero sobre todo la sociedad, se habían levantado sobre el esclavismo; de este modo se había alcanzado «un equilibrio funcional que ahora era solvente y eficiente. Si se destruía sin contemplaciones el resultado sería caótico».
Hablemos del feminismo. Si los negros fueron víctimas del esclavismo, las mujeres venían siendo víctimas propiciatorias del patriarcado desde tiempo inmemorial. El patriarcado era un sistema basado en la guerra, la propiedad privada y el control de los cuerpos de las mujeres. El patriarcado siguió funcionando a pleno rendimiento en los países occidentales hasta la mitad del siglo XX y ahí, tras la Segunda Guerra Mundial, comenzó a ser cuestionado seriamente. El feminismo salió entonces del armario. En el patriarcado, como forma de organización social, lo más preciado era conseguir que otros trabajen para el jefe de la familia; pues bien, la mujer era la mano de obra más barata y su esclavitud a la casa su destino más común. Ya en épocas más recientes, el trabajo se deja en manos de las sirvientas y la esposa deviene el escaparate del hogar del patriarca; a la esposa se la obliga a no hacer otra cosa que mostrarse para envidia del resto. Se pasa entonces del productivismo a la exhibición de la riqueza: el consumismo. Puede afirmarse sin miedo a errar que la institución de la propiedad privada empieza por la propiedad de las personas, principiando por las mujeres.
Debemos pues tener claro que si hemos de ser comprensivos con la desesperación de determinados blancos y su añoranza del patriarcado, con mucho mayor motivo hemos de comprender la desesperación de aquellos negros y mujeres que se sienten víctimas de una cultura hasta muy recientemente hegemónica. Pero ello no debe llevar a la dejación y la relajación de las responsabilidades sociales.
Un cambio cultural de las proporciones del que se promueve, considerar iguales a los negros, no solo en la ley sino en la práctica, y hacer lo mismo con las mujeres, no se consigue de la noche a la mañana. Los conflictos culturales son sociales y no políticos. Las fuerzas del cambio y la resistencia frente al cambio interactúan desde el primer momento; y, en cada momento, hay que alcanzar un compromiso que restablezca el equilibrio que hace posible la convivencia. Los políticos pueden escribir leyes y hacerlas cumplir, pero es la sociedad civil la que tiene que encontrar una salida al conflicto y obrar efectivamente para modificar dichos hábitos y costumbres. Una modificación que no se cuenta en años sino en generaciones. Cuando se intenta resolver una cuestión social mediante políticas desde arriba, lo que a menudo se consigue es enconar el conflicto y degradar la política; al punto de deslegitimarla para desempeñar sus verdaderas funciones. Esto me lleva a concluir algo de difícil digestión: a efectos prácticos, para lograr la mayor eficacia en esa lucha por el cambio cultural conviene controlar la desesperación..., y reprimirla cuando se desborda.
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