![Ornamento y delito](https://s1.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/202006/09/media/cortadas/55938868-kKC--1248x774@Diario%20Montanes.jpg)
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Viena, viernes 21 de febrero de 1913. Adolf Loos, arquitecto, imparte una conferencia titulada 'Ornament und Verbrechen' o sea, 'Ornamento y delito', donde expone una agresiva teoría sobre la decoración en relación con la arquitectura, y propone incluso que «el ornamento (...) es un delito, ... porque daña considerablemente la salud del hombre, los bienes nacionales y, por tanto, el desarrollo cultural».
La proposición de Loos, acaso no tan conocida como el oxímoron de Mies van der Rohe (menos es más), no ha dejado nunca de tener un profundo predicamento en el mundo de la arquitectura y constituye una de las bases del buen hacer profesional, trasladando al campo del diseño, de las proporciones, de la geometría, del equilibrio volumétrico, de los juegos de luces y sombras, la fuerza y el poder de la arquitectura como proyecto y como edificio construido, más allá de lo que pueda aportarle cualquier tipo de ornamento superpuesto. Los valores estéticos radicarán en la composición y en los conceptos citados, mucho más inalterables que un determinado aditamento añadido, formal, material o pictórico.
Sucede, sin embargo, que el paso del tiempo cambia a veces las formas de pensar de la sociedad como conjunto (o no tanto) y parece que las instituciones a veces entienden como ¿necesario? enfrentarse a retos y decisiones que, probablemente, no sean reclamados siquiera por la propia sociedad, respecto a edificios de los que se pretende «mejorar» su imagen con acciones atrevidas que el edificio no suele ni demandar ni reclamar ni necesitar. Y la referencia es expresa tan solo a las acciones no requeridas para el mantenimiento y conservación del edificio, no a las imprescindibles para que siga en pie.
Ante esta tesitura surge siempre la perplejidad que puede producir para una parte de la sociedad la elección del referente adoptado para la ornamentación del edificio o la mayor/mejor calidad de la opción elegida, debates sin duda posibles y comprensibles. Sin embargo, hasta ahora parece no haberse planteado nunca la posibilidad de que haya que considerar, no la idoneidad del modelo de referencia sino, más bien, la inadecuación manifiesta que, en el plano conceptual, se produce sobre el propio acto en sí mismo: la necesidad de ornamentar el edificio.
No se trata de analizar el cómo sino de comprobar la consistencia del por qué. ¿Es necesario que un edificio concebido, proyectado y construido para ser de una determinada forma, volumen y colorido, tenga que ser «maquillado» años después para ofrecer otro aspecto, por mucho que las modas de ese futuro parezca que lleven inevitablemente a la acción ornamental? ¿Hay alguna obligación real para abordar esa decoración superpuesta?
Tan solo por poner un ejemplo, la arquitectura del Movimiento Moderno, racionalista, blanca, sobria en sus líneas volumétricas y en su paleta de colores (esencial, aunque no exclusivamente, blanca), ¿necesita decoraciones coloristas o añadidos que rompan su volumetría original? La repuesta más correcta, sin duda, es que no. Se han visto imágenes de la villa Savoie o de la capilla de Ronchamp (ambas de Le Corbusier) pintarrajeadas como si hubieran sido asaltadas por grafiteros incontrolados, pero todo fue una ensoñación artística que no pasó del mundo de la fotografía y del diseño por ordenador y que, desde esa perspectiva, acaso tenga cierta gracia como tal ocurrencia artística sobreactuada y provocadora. Pero difícilmente la arquitectura de ese valor se prestaría a ese juego... Sucede, además, que difícilmente cualquier otro tipo de arquitectura se prestaría a ese juego.
Los edificios blancos (generalmente adscritos a esa arquitectura del Movimiento Moderno) no fueron proyectados y construidos para ser receptores en sus fachadas de cualquier tipo de bienintencionadas decoraciones futuras que pretendiesen mejorar su imagen, sino que su fachada es/fue blanca porque se quiso que fuera blanca, su arquitecto o ingeniero proyectista (según el uso) quiso que así fuera, y no pensó en que el futuro le propiciase mejoras a su obra, por muy coloridas que pudieran ser o por más añadidos superpuestos que pudieran proponerse para ¿animar? el edificio. Sin llegar acaso a la rotundidad de Adolf Loos, y ciento siete años y ciento siete días después, quizá convenga pensar que la estética en la arquitectura no debe surgir del ornamento superpuesto y caprichoso (en cuanto que ajeno a la concepción del proyectista) sino que la belleza está en las proporciones y en la imagen de la idea original, pues no en vano fue la que le dio su creador.
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