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Hace veintiocho años, en 1994, desde Cantabria Nuestra se le envió una carta al entonces consejero de Medio Ambiente de Cantabria, José Luis Gil, advirtiendo del peligro que representaban para el medio ambiente y el paisaje de nuestra región varias plantas invasoras, especialmente el plumero, ... y pidiéndole que tomara medidas para evitar su expansión. Hasta entonces esta especie se había limitado a colonizar las zonas rellenas de la bahía de Santander y el área de vertidos de las minas de Cabárceno. Allí llevaba décadas sin moverse, pero con motivo de las obras públicas, especialmente de autopistas y carreteras, dio el salto a los taludes desnudos recién formados y por esta nueva red de terrenos alterados empezaba a extenderse por nuestra geografía. La solución era entonces relativamente sencilla y barata. No se molestó en contestar. Hoy en día, cuando el problema está prácticamente en todas nuestras comarcas y se encuentran plumeros a altitudes de más de mil metros, con el consiguiente desplazamiento de comunidades vegetales autóctonas, resolverlo está siendo muchísimo más complicado y caro.
Hace nueve años, en 2013, escribí a Ignacio Diego, presidente de la Comunidad, otra carta advirtiendo esta vez de otra amenaza a nuestro patrimonio natural y, en este caso, también cultural. Se trataba del picudo rojo, un escarabajo venido a España desde Egipto que estaba matando palmeras a miles por toda la España mediterránea, Andalucía occidental y Baleares. Apuntaba entonces la manera de prevenir esta catástrofe paisajística y cultural, que era muy sencilla. Dado que el picudo no puede viajar muchos kilómetros sin encontrar algún ejemplar de palmera en que posarse, alimentarse y reproducirse, está claro que no podía llegar a nuestra región ni por el mar ni atravesando la cordillera. De modo que sólo podría invadirnos por las zonas bajas limítrofes con Asturias y el País Vasco. Unas franjas pequeñas y por lo tanto muy fáciles de vigilar para que, si aparecía alguna palmera con los síntomas de estar afectada, se pudiera rápidamente actuar, bien tratando el ejemplar en cuestión o talándolo y quemándolo, como se venía haciendo desde hacía años en esas otras zonas de nuestro país. A esta carta sí tuve contestación y en términos muy amables. Pero no se hizo nada.
Hoy nos encontramos con que, por desgracia, ya hay focos de esta plaga en algunos lugares de nuestra comunidad. Como era de esperar en esta tierra nuestra tan 'infinita', donde sus políticos tienen tiempo y dinero para ocuparse de cosas mucho más importantes, como romerías y demás jolgorios etnológicos, pero no para cuidar seriamente de nuestro patrimonio histórico y natural, no están haciendo nada y, según noticias que nos llegan, no tienen intención de hacerlo.
La palmera canaria es, no solo una planta española de una belleza extraordinaria, utilizada y admirada en muchos lugares del mundo, evocadora de climas más cálidos y lugares exóticos, sino un símbolo de las generaciones de montañeses que, a base de grandes privaciones y de mucho trabajo, lograron salir adelante en el Nuevo Mundo y no olvidaron su tierruca, regresando muchos a ella y devolviéndole todo o parte de su fortuna construyendo casas, escuelas, fundando colegios, hospitales y otras instituciones. Estos indianos quisieron plantar palmeras en sus nuevas casas montañesas, supongo que como símbolo de su vida al otro lado del Atlántico y recuerdo agradecido de las que allá fueron testigo de sus esfuerzos y penalidades. De modo que hoy, además de formar ya parte consustancial del paisaje humanizado de nuestra tierra, son la manifestación más visible de una parte fundamental de nuestra historia.
En España hay mucho menos aprecio por nuestra historia y por lo que hicieron nuestros antepasado que en otros países europeos. Hay cierto afán por borrar sus huellas, por renovar, por modernizar. Como si debiéramos demostrar que ya no somos el pueblo retrógrado y atrasado que nos han hecho creer los demás que somos y nosotros mismos hemos confirmado al mundo flagelándonos por ello. Ese complejo de inferioridad lleva consigo un desapego, cuando no un desprecio, por nuestro pasado, que a menudo es ingrediente importante en los conflictos entre españoles y que también se manifiesta en el poco valor que le damos a nuestro patrimonio construido. Esto, unido al deseo de querer demostrarnos una y otra vez que somos los reyes de la Creación, infligiendo daños caprichosos a la naturaleza y al paisaje, nos lleva a acometer con gusto contra edificios 'demasiado viejos', árboles 'demasiado grandes', ríos 'demasiado salvajes', callejas 'demasiado estrechas', etc.
La experiencia de treinta y siete años en Cantabria, sufriendo la insensibilidad de nuestra clase política a las bellezas y tesoros de esta tierra, me desanima a escribir esta vez a nuestro presidente actual. Confío más en que mis paisanos, aquellos que sufren, incluso físicamente, la pérdida de cada trocito de nuestra historia, de nuestro paisaje, presionen con decisión para que se tomen todas las medidas necesarias, que las hay, para que se evite esta nueva desgracia que se cierne sobre nuestra querida Cantabria.
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