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Ocupaba una mesa junto a uno de los ventanales. Nadie la conocía ni sabía a qué se dedicaba, si tenía o no familia ni porqué pasaba largas horas en la cafetería con la única compañía de una taza de té verde. Su soledad parecía encontrada ... y no buscada, que es la peor de las soledades. Soledad amarga entre la gente que llenaba el antiguo local de Frysia, la miraba sin verla, y cuando se dirigía a ella era solo para preguntarle si estaba ocupada una silla vacía. Abría un libro alguna tarde, pero lo dejaba en seguida. Otras veces escribía en una libreta de tapas de hule, gastada y mínima, y observaba a través del cristal a los novios que reían, a los niños que jugaban, a las madres conversando, a los viejos que caminan y al autobús de paradas fijas y rutina diaria como la suya. Su pelo era castaño, con hebras de plata, y tenía una bonita figura. Nunca la vi sonreír.
Cerca de setenta mil personas viven solas en Cantabria. El último informe del Instituto Nacional de Estadística (INE) confirma que el aumento del número de mayores en esa situación -mujeres, sobre todo- es de tal magnitud que bien puede hablarse de una 'pandemia de la soledad'. Irá a más, al carecer de solución, y se propaga con rapidez por el conjunto de España. Me refiero a la soledad obligada, la que nos viene impuesta, y no a la elegida, aquella calificada por Cortázar de «verdadera libertad». «Si te sientes solo cuando estás solo, es que estás en mala compañía», según Sartre, pero los relatos tristes superan con amplitud a los de quienes se refugian voluntariamente en una soledad placentera. De ahí estas historias locales en el Santander más reconocible y céntrico, que si por esa misma razón no es ni puede ser espejo de nada, es el que mejor conozco.
Cuando Vicente, empleado de banca, pasaba de los ochenta años cambió el café con leche por un Cola Cao que tomaba a media mañana. A punto de cumplir los noventa, Manolo, fotógrafo de prensa, renunció con pesar a su habitual vaso de buen vino porque el médico le aconsejó que dejara lo poco que bebía. Ángel, coronel en la reserva, ojea cualquier periódico que quede libre y saluda a todo el mundo. Ezequiel, profesor de instituto, se instala en una esquina y maneja hábilmente su móvil nuevo. Se conocen de la cafetería, y aunque su conversación no pasa de «hola», «hace frío» y «¿qué tal?», les une la vida sin compañía y su edad avanzada. Los miro, pensativo, y recuerdo la balada de otoño de Serrat: «Está quemándose mi último leño en el hogar, / que soy muy pobre hoy, / que por una sonrisa doy todo lo que soy, / porque estoy solo y tengo miedo».
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