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Leibniz se hizo famoso argumentando en su Teodicea que el mundo real en que vivimos era «el mejor de todos los mundos posibles». Si le hubiera tocado vivir en las actuales circunstancias es posible que le hubieran entrado serias dudas sobre la calidad de su ... argumentación. ¿Cómo es posible que viviendo en un mundo real tan cuajado de dones, con el maná de las nuevas tecnologías lloviendo del cielo un día sí y otro también, con unos índices de pobreza más bajos que nunca, con unas rentas per cápita más altas que nunca, con un PIB mundial idem de idem, etc, etc, etc, nos encontremos en lo que podría ser el principio de la III Guerra Mundial a pesar de la capacidad nuclear para arrasar todo el planeta, una II Guerra Fría a pleno rendimiento, la democracia liberal arrastrada por los suelos, un nacionalismo rampante, guerras civiles más o menos frías en casi todos los países, una inflación que puede comerse todo nuestro progreso y ahorros (quienes los tengan), el anuncio de hambrunas en los países menos desarrollados, etc, etc, etc? Pero es que lo que más cuenta en nuestras sociedades no es la condición objetiva del mundo real sino la subjetividad de la condición humana que guía nuestros actos individuales y colectivos. Ello explicaría que de pronto algunos sintamos que vivimos en el peor de los mundos posibles. Centrémonos en un solo ejemplo, lo que está ocurriendo con el milagro de las nuevas tecnologías, para ilustrar lo señalado en el párrafo anterior. En uno de mis primeros artículos para el Diario Montañés, hace más de 20 años, evocaba el sueño más ancestral del ser humano: el don de la ubicuidad. De pronto, internet lo había hecho realidad en gran medida. Y eso que entonces aún no se habían desarrollado los móviles inteligentes, no digamos ya la Inteligencia Artificial. Pues hemos convertido las redes sociales, que permiten la realización práctica del citado don, en un verdadero infierno.
Por recurrir a otra imagen del Génesis diré que hemos terminado construyendo la torre de Babel; en hebreo, babel viene a significar «confusión». Los móviles tienen la capacidad de traducir todas las lenguas, las redes sociales permiten la comunicación entre todos los lugares; pero la utopía no funciona como se esperaba. En lugar de una «aldea global» la ceremonia de la confusión se ha enseñoreado de la sociedad. Entre los estudiosos de la materia hay consenso en que fue la introducción del «like» (me gusta), seguido muy de cerca por «share» (compartir) y «retuit», lo que terminó por descomponer el puchero. En lugar de fomentar la ilusa idea del mundo como una aldea donde todos los vecinos dialogan y cooperan, lo que se disparó fue el narcisismo individual y el tribalismo colectivo. Los mensajes virales -cuanto más venenosos mejor- han ido ocupando los espacios comunicativos, reprimiendo y desplazando a los márgenes cualquier impulso genuino de cooperación para el bien común; el cual ha sido sustituido por un buenismo de boquilla no menos frívolo. La ceremonia de la confusión y la seguridad suelen ir de la mano. En lo más profundo encontramos el desprestigio y la desconfianza hacia todas las instituciones que venían estructurando la convivencia: escuela, cultura, iglesia, política, judicatura, fuerzas del orden, sanidad...
¿Cuáles son las consecuencias políticas y sociales de esta debacle? La primera es la exacerbación de las tendencias preexistentes; los profesionales de la intervención en redes sociales han elevado a la enésima potencia el sectarismo, la persecución despiadada del oponente, los ataques ad hominem, la condena de cualquier intento de diálogo y cooperación, la ley del silencio de los discursos adversos. La segunda es el empoderamiento del extremismo, que anteriormente no gozaba de tan potentes altavoces para practicar el proselitismo y alcanzar la popularidad (populismo) de la que goza. La tercera es el ajusticiamiento sumarísimo de los contrincantes, la antigua «pena de telediario» elevada también a la enésima potencia; pero, asimismo, esto tiene tenebrosas consecuencias sociales para los ciudadanos de a pie: la ley del salvaje Oeste ha sustituido a la justicia ordinaria. Los ataques ingeniosos devienen virales, infligiendo castigos colectivos por ofensas de poca monta, que pueden llevar al «delincuente» desde a perder su puesto de trabajo hasta el suicidio. En resumen, unas sociedades ignorantes del contexto, la proporcionalidad, la historia comparada, la verdad y demás sutilezas.
Este modo de empleo del sistema político-social ha llevado a las autocracias más estables y competentes, como China, a gozar de más prestigio y confianza entre sus ciudadanos que las conflictivas democracias de EE UU, Reino Unido y España, entre los suyos. Según el Edelman Trust Barometer, estos tres países están a la cola en la valoración de la confianza ciudadana de gobierno, negocios, medios de comunicación y ONGs, solo por delante de Rusia.
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