![El poder de la palabra](https://s1.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/202006/08/media/cortadas/55872813--1248x1504.jpg)
![El poder de la palabra](https://s1.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/202006/08/media/cortadas/55872813--1248x1504.jpg)
Secciones
Servicios
Destacamos
Desde San Juan Evangelista («Dios es la palabra y la palabra es Dios») sabemos del poder de las palabras. El uso y abuso de este poder por el posmodernismo ha provocado un cambio de paradigma en la cultura occidental del que ahora vemos las consecuencias. ... Pero ha sido el populismo y su descarado uso de la posverdad el que ha llevado dicha idea a sus últimas consecuencias. Para los populistas, a derecha e izquierda, el poder reside en la palabra, y basan todo poder en su uso. Usan la palabra como los especuladores financieros usan el dinero (yo siempre he dicho que «dinero es igual a poder») y con las mismas desestabilizadoras consecuencias. Para ellos, la especulación desestabilizadora no es algo indeseable sino el principal objeto de toda su actividad. En la desestabilización está la ganancia; ya sea de más poder político, financiero o de ambos a la vez.
Trump, evidentemente, es el primer ejemplo que acude a la mente. Pero hay toda una gama de personajes que dominan la técnica desestabilizadora de la palabra, como arma principal, igual o mejor que él: Nigel Farage, Le Pen (padre, hija y sobrina), Viktor Orbán, Yaroslav Kaczynski, Matteo Salvini... hasta llegar a Pablo Iglesias, Cayetana Álvarez, Salvador Abascal o Quim Torra. Para todos ellos el «discurso del odio» no es un crimen punible y lo utilizan sin complejos.
Las políticas identitarias se fraguan con discursos de odio, de ahí que constituyan la base sobre la que levantan su tinglado político con un éxito sin precedentes en los tiempos que corren. Saben que llevando a sus últimas consecuencias dicho discurso la «derechita» cobarde, o la «izquierdita», no se atreverán a seguirlos por miedo a perder por el centro la supuesta ganancia por los extremos. Ellos han renunciado al centro, y cuanto más se radicalizan mayores son sus ganancias: «estamos dejando que la democracia liberal se ahorque con su propia soga. El político liberal abandona el campo de batalla en cuanto empieza la pelea». Hay un amplio espacio sin ocupar, a ambos extremos del espectro político, sobre el que ejercen derechos exclusivos. Lo saben y hacen lo imposible para agrandarlo cada vez más. Hay que reconocer que hoy por hoy les funciona muy bien.
El populismo, por definición, es antielitista. Está contra toda y cualquier clase de élite, ya sea política, intelectual, profesional... De hecho está contra todo conocimiento teórico, convierte a la experiencia en madre de la ciencia sin reconocer a ningún padre. Desprecia cuanto ignora y se afana en su ignorancia de todo aquello que le parece despreciable. Aquí reside su primera y más significativa falacia, la élite dirigente del populismo suele ser culta. Alguien ágrafo y analfabeto (en el sentido de alérgico a la escritura y la lectura) como Trump es la excepción a la regla. Es decir, que rechazan todo elitismo ajeno pero refuerzan las «vigas» del propio. Sus seguidores sí son incultos. Y los quieren incultos. La fe en la palabra de sus líderes es condición sine qua non para que los movimientos populistas funcionen adecuadamente. La fe es el aceite que lubrica la máquina, si la fe se pierde la maquinaria se gripa. En esto se parece a las religiones. No en vano en el pasado de los líderes populistas suele haber una vocación religiosa temprana (la palabra viene siendo también en este caso la herramienta principal). Otra de sus vocaciones favoritas es la milicia, donde la obediencia ciega es fundamental para el buen funcionamiento de las operaciones bélicas.
Los populistas se ufanan de haber descubierto el talón de Aquiles de la democracia liberal y dirigen ahí todas sus flechas. Pero a su vez tienen su propio talón vulnerable, el cual aparece en cuanto pasan de la oposición al ejercicio del poder. El líder populista es realmente feliz mientras está en la oposición. En cuanto se ve obligado a gobernar vive sin vivir en sí. Esto se cumple incluso en el caso de Trump. En cuanto ha tenido el primer problema serio (la peste del coronavirus) se ha venido abajo, anda llorando por todas las esquinas, la histeria y la paranoia le han vuelto más intratable de lo que ya era, y pretende acabar con la pandemia del mismo modo que ha terminado todos sus proyectos: creando la ilusión de que funcionan, poniendo en pie una realidad virtual que sirve de telón para tapar la realidad real. Pero la pandemia no es uno de sus enemigos políticos y no creo que pueda exterminarla. Eso sí, está haciendo lo imposible para que dicho telón se mantenga en pie hasta la primera semana de noviembre; una vez reelegido, puede caer el telón con todas las consecuencias. «Ahí me las den todas», piensa. No obstante, los populistas siguen teniendo fe en su movimiento porque su gran enemigo es la globalización, que sigue ahí. «La globalización es el Dios de los sin-dios», dicen, lo que no deja de ser un buen punto.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.